domingo, 26 de octubre de 2025

No ha sido un déjà vu

Viajaba hace unos días —y uso el verbo viajar dado el tiempo que ese trayecto me lleva— desde mi barrio al centro de la ciudad, cuando, al llegar a la última parada, en la que iba a apearme, rememoré, como si de un déjà vu se tratara, la que tal vez fuera la primera vez que me subí a un autobús urbano. Ocurrió allá por…, hace ahora cincuenta años, y recuerdo que la situación me abrumó, aquella primera y también las siguientes. Poco a poco fui acostumbrándome, pero reconozco que me costó, aunque siempre aparenté, ante propios y extraños, un estado de normalidad.
Pues llegaba a la parada final de mi viaje, en una avenida en la que confluyen varias líneas, unas de paso y otras que igualmente finalizan su recorrido, cuando me pareció recibir un golpe en la cabeza que llevaba apoyada sobre el cristal de una ventana del vehículo, y desperté de la modorra a la que me había abandonado durante el viaje. Vi entonces otras caras de viajeros en otro autobús cercano, pegado al mío, muy cerca, a escasa distancia, tan poca que temí chocar; el pasajero del asiento junto a mí me presionaba con el volumen de su cuerpo; ya parado el vehículo, éste tardaba en vaciarse dada la cantidad de gente que se movía lentamente; yo, igualmente, andaba despacio, pegado a todos, y ya en la calle seguí hasta un paso de peatones donde hube de detenerme, el muñequito estaba en rojo, y al ponerse verde, todos los que esperábamos cruzamos a la vez la calle, al unísono, casi en formación; el doble runrún, ruido de coches, murmullo de voces; miraba los edificios y tuve que levantar la cabeza para abarcar toda su altura, de tan grandes que me parecían y tan desproporcionados en calles tan estrechas. Minutos después me dije en voz alta que aquello ya había sido, de la misma manera, con idéntica opresión. Y entonces desapareció el efecto.
Seguí andando y hasta que llegué a mi destino no pude dejar de pensar que todo lo sentido, o mejor, que todo lo vivido había sucedido por segunda vez, pero con medio siglo de diferencia en el tiempo. Porque muy parecidos fueron aquellos primeros días de octubre del 75, recién llegado a esta ciudad que, mis sentidos de muchachito rural, no controlaban: si en el pueblo cualquier desplazamiento era poco menos que un paseo, aquí se convertía en un corto viaje; si allí salías a la calle con las manos en los bolsillos, aquí no debías olvidar las llaves de una vivienda que no era la tuya, poner algo de dinero en una cartera que jamás había portado y lo más importante, el carnet de identidad, que te habían dicho que eso nunca se debía dejar en casa.
Sentado ahora, tranquilamente ante el teclado y la pantalla, me pregunto qué me pudo suceder esta mañana, cuál ha sido el cable que se me ha cruzado, para evocar sin reflexión alguna una realidad perdida en mi memoria, una circunstancia ya olvidada y que, por supuesto, superé. Lo que no quita que me preocupe y me lleve a reflexionar sobre ello, y concluir que, tal vez, se esté cerrando el círculo, que esta prolongadísima etapa de mi vida esté llegando a su fin y que la siguiente debe ser otra, a lo peor también entre suidos y autobuses urbanos, pero con otras señales, otras luces, otros horarios. Eso, horarios con minutos del tamaño de horas, en los que el tiempo no pese ni de órdenes.
Quinientas noventa palabras llevo escritas, según me chivatea la esquina izquierda de la pantalla. Aquí lo dejo.

domingo, 5 de octubre de 2025

Salirse del camino

En uno de mis paseos matinales —los hago casi a diario, entre una hora y hora y veinte minutos, y casi siempre por cuatro o cinco rutas establecidas que voy alternando sin orden— intentaba recordar si durante el camino hasta ahora realizado en mi vida, sesenta y siete tacos ya, había pensado en alguna ocasión cambiar su curso y elegir otro destino distinto al que en aquel momento me dirigiera, haber tomado un atajo, o cambiar de medio de transporte. Todo esto en sentido figurado, claro.
Porque mi juego mental —acostumbro a ello para hacer más entretenido el paseo: narrarme una historia nunca vivida por mí, recordar otra real incluyendo olvidados pero posibles diálogos, fantasear con alguna idea o un sueño o, en la mayoría de las ocasiones, contarme lo que voy viendo como si se lo estuviera haciendo a otra persona—, decía que, ese día, mi entretenimiento consistía en pensar qué me hubiera sucedido, o me sucedió, si en alguna ocasión, y cuando tenía la vista puesta, las ganas y los medios para llegar a un fin concreto, estuve a punto de optar, u opté, por tomar otra senda y destinar esos esfuerzos a otro propósito.
No había llegado aún a poner en orden el pensamiento cuando a la salida de una curva, a mi derecha, vi que partía un camino en el que nunca había reparado. Una breve pausa e inmediatamente decidí tomarlo. Por la orientación sabía a donde me llevaría, mentalmente calculé distancia y tiempo, y por supuesto tuve en cuenta la posible vuelta y también el rodeo que daría si decidía retomar mi camino original más adelante. A pesar del exceso de tiempo y distancia me aventuré a recorrerlo, seguro de que las fuerzas me responderían.
Ni que decir tiene que olvidé por completo aquella reflexión sobre itinerarios vitales del pasado, caminos marcados o por marcar, miedos para salir de ellos o ilusiones para seguir adelante o tomar otros. Me dejé de filosofías y me centré en el nuevo paisaje que, aunque
 aparentemente igual a otros de este entorno en el que provisionalmente resido, tenía detalles que lo hacían diferente:

Entre geométricos cultivos a punto de ser cubiertos por bóvedas de plástico, se levantaban enormes muros de cañas invasoras, sobre las que no concibo el actual respeto legal; dos gatos cruzaron el camino delante de mí y desaparecieron entre la maleza —me pregunto qué hacían esos animales en medio del campo y la respuesta es obvia: los gatos conviven con los humanos y en el entorno hay pequeñas cortijadas, edificaciones agrícolas, y ellos andan por aquí porque también debe haber roedores, y la presa llama al depredador—; una ruidosa y veloz furgoneta, ajena a mi presencia y al mal estado del sendero, me adelantó obligándome a orillarme; dos descuidadas palmeras flanqueaban la entrada a una propiedad; adelanté a una señora que caminaba bajo un paraguas, buenos días, pero no me contestó porque unos auriculares le impedían escucharme. 

Llego al final del camino y retorno a mi pensamiento inicial, que durante un buen rato había olvidado por completo. Recapitulo y considero, porque tengo recuerdos —unos vagos y otros concretos—, que sí, que hubo caminos que abandoné por buscar otros destinos, que en otras ocasiones me vi obligado a ello, o me empujaron, o fue el azar, o Dios sabrá. Pero creo que no tuve miedo cuando me adentraba en una dirección nueva, siempre pensé que lo que me esperaba iba a ser mejor, aunque no siempre fue así, mas no por ello renuncié a sueños y prioridades, a pesar de las necesidades y peajes que ello me ha conllevado. Ni tampoco me refugié en el arrepentimiento, ¿de qué me habría servido?

Al final concluí que sí, que merece la pena salirse del camino establecido, que es beneficioso para el cuerpo, para los sentidos, para la mente y el corazón. A pesar de que, como en aquel paseo matinal mío, me viera obligado a dar un largo rodeo para reencontrarme con mi camino primitivo.