domingo, 26 de julio de 2020

1978, 27 de octubre

Escribo hoy sobre una fotografía que siempre me ha producido variados sentimientos y todos ellos encontrados entre sí. Cada vez que la miro no puedo remediar el esbozar una sonrisa, a la que sigue una pizca de nostalgia; al rato, un pellizco de pesadumbre que crece hasta llegar al enfado, corto de tiempo, pero enfado al fin y al cabo, y todo ello de manera recurrente. Y es porque en ella veo reflejado el tópico más repetido que por entonces escuché y pasados los años sigue siendo, en mi caso al menos, totalmente cierto y vigente.
La instantánea está tomada en el Campamento de Cerro Muriano, donde permanecí entre el 5 de octubre de1978 y el 3 de diciembre del mismo año, que fue la etapa de instrucción del servicio militar de un servidor, y concretamente el día 27 de octubre, que es la fecha que escribí en el dorso. Yo soy el de la izquierda, y el otro personaje se llamaba Manuel Mahugo Pérez, pero para mí y para todos, fue Mahugo. Digo que se llamaba porque no sé qué ha sido de él desde el mismo día en que ambos juramos bandera y a ninguno de los dos se nos ocurrió pedir ni dar algún dato nuestro sobre nuestra nueva dirección, o la anterior a la nueva realidad que estábamos viviendo. Y de ahí viene lo de la de la pesadumbre y el enfado de más arriba y el tópico. El caso es que, para ser fieles a aquello de que «en la mili se hacen los mejores amigos de la vida y no se vuelven a ver en la vida», Mahugo y yo no volvimos a vernos ni a saber nada el uno del otro.

La foto está tomada el día en que, librados de la habitual e insoportable instrucción, habíamos sido asignados a servicios, en este caso de limpieza, armados de cepillos, pala y carrillo de mano. Y a barrer, que ancho era el Muriano. Los demás compañeros andarían por alguno de los múltiples lugares destinados a caminar en orden cerrado, arma al hombro, siguiendo las disposiciones de la voz y el silbato de profesionales del asunto: recuerdo con desagrado las órdenes de un sargento —bajito, algo regordete, con un delgado bigote que le identificaba con la profesión, y unos comentarios que manifestaban desde lejos su mala leche— que respondía al apellido Bimbela—.
El tema de los servicios de limpieza iba de asignar una zona, normalmente grande, a unos cuantos individuos elegidos de manera ordenada y periódica, y que les llevara toda la mañana la tarea de su barrido y saneamiento. Aquello, el campamento, estaba lleno de grandes espacios, esplanadas enormes entre los edificios de las compañías y los caminos, casi todo de tierra, que había que dejar inmaculados, limpios de polvo y paja, de hojas de los árboles, papeles, piedrecillas, o sea, cuestiones absurdas: barrer el campo. La verdad es que esa faena no eran nada del otro mundo, no destacaba por la fatiga producida, no molestaba, la incomodidad era nula, si de algo había que quejarse era del aburrimiento, pero éste se paliaba con una conversación más o menos seria, casi siempre menos, que recuerdo yo a aquel muchacho, a Mahugo, como un tipo ocurrente, que es como siempre me han gustado a mí las personas; los graciosos menos, y los insulsos, pues mire usted, esos nada.
Volviendo a la instantánea, aquí se nos ve vestidos con la ropa que llamaban de faena, incluido el gorrillo cuartelero, que era la que a todas horas se tenía puesta, de lo que se podría deducir que siempre estábamos en fase de trabajo. Sin embargo, en los tiempos de instrucción se le añadía al uniforme las trinchas, unos tirantes que, acoplados al cinturón, servían para soportar el peso del equipo que el soldadito debía transportar, pero que durante la instrucción no se llevaba, que entonces sólo eran las trinchas y el fusil.
Pues resulta que esa última equipación, traje de faena más trinchas más fusil, era la vestimenta habitual con la que todos los reclutas se fotografiaban, solos o en grupos, con sus cámaras o con la de un fotógrafo profesional que de tanto frecuentar el campamento era uno más de los nuestros. Pero como había que ser verdaderamente original, aquel día decidimos, Mahugo y yo, que el recuerdo sería portando las herramientas de limpieza y, ante la extrañeza del fotógrafo, adoptamos la mejor de nuestras posturas, y así de marciales, como veis en la fotografía, nos eternizamos.

domingo, 12 de julio de 2020

La pedrada.

Hoy me ha venido a la cabeza —quizá no sea la frase más adecuada— un hecho de mi infancia del que me atrevería a decir que también es un primer recuerdo. Realmente uno de los primeros, que el número uno es el de mi madre de la mano y mi padre en una obra; digamos pues el segundo.

Tenía mi madre la costumbre de arreglarnos, poco más o menos de domingo, a mi hermano y a mí a última hora de cada tarde y marchar los tres a casa de mi abuelo, a donde también se dirigía siempre mi padre una vez finalizada su jornada laboral, para pasar allí un par de horas con toda la familia y regresar a casa, ya de noche, los cuatro juntos.

Tiempo después, cuando ella consideró que a mi hermano, por edad y tamaño, se le podía ir dando responsabilidades, optó por enviarnos cada día a los dos solos, «no os entretengáis, os vais derechitos», yo agarrado de su mano y él con el compromiso de que llegáramos en perfecto estado a casa de mi abuelo. Ella se incorporaría más tarde, una vez dejara resueltos sus quehaceres en casa.

Pues resulta que una de aquellas tardes en que los dos íbamos, supongo que obedientemente agarrados de la mano, camino de la acostumbrada reunión familiar, y tras cruzar Las Pasaderas y encaminarnos por la calle San Francisco, vimos, al pasar por la calle Viriato, a un numeroso grupo de  niños que, aparentemente jugaban sobre los montones de tierra que ocupaban casi toda la calle —seguramente se trataba de las obras de alcantarillado que por aquella época se adueñaron de todas las calles del pueblo—, y a lo mejor fue, aunque realmente fue a lo peor, que nos paramos a mirar, pero sólo fue un ratito, mamá, y ya no me acuerdo de más, ni siquiera del golpe ni del dolor, ni de los momentos de después, de nada, que lo que en ese instante pasó me lo contaron más tarde y nunca lo he olvidado: que aquellos niños no estaban jugando, que se trataba de una pelea, y que una piedra mal dirigida me llegó a mí y abrió una brecha en mi cabeza.

A partir de aquel momento la luz pasó a negro, o a rojo, que todo fue sangre, y la mente cambió a blanco. La luz se hizo en la cercana Casa de Socorro de la Cruz Roja, que fue adonde me llevó mi hermano —seis añitos mal contados tendría por entonces el muchacho—, y allí me veo ahora, sentado sobre una mesa, llorando a moco tendido, hipando entre ahogos, mientras una monja regordeta, de blanco impoluto, me limpia la cara de sangre y mocos.

Lo siguiente es estar sentado sobre las piernas de mi tío Vito, la monjita cosiendo mi herida y yo quejándome más que nunca. Mi madre que llega, nerviosísima, oigo que habla, pregunta, pero yo no la contesto, no sé si alguien lo hace; yo sólo miro a la monja, le digo que me duele, que se esté quieta por favor, pero no me hace caso, solamente tiene ojos y oídos para su trabajo, así que muevo la cabeza para zafarme, pero mi tío me sujeta para que no mueva mis brazos, ni la cabeza, «estate quieto, hijo». Y en sus brazos seguí hasta la casa de mi abuelo que recordándolo me pregunto: ¿cómo no iba yo a querer a ese hombre durante toda mi vida? 

La vuelta a la nuestra no la recuerdo, seguramente la hice andando, que no era mi padre de cogerme en brazos, ni siquiera para subir la cuesta de nuestra calle. Sin embargo, casi me atrevo a decir que aquella noche sí lo hizo.


Un par de apuntes antes de concluir:

— Uno: nunca he llegado a explicarme cómo mi hermano me llevó hasta el la Cruz  Roja, me dejó allí y corrió a avisar a mi tío —su casa estaba muy cerca— y después fue a  la nuestra a comunicárselo a nuestra madre. ¿Qué se le pasó por la cabeza para actuar así? Cada vez que he pensado en ello llego a la conclusión que lo más conveniente que pudo suceder fue que yo recibiera la pedrada, porque si la víctima hubiera sido él, juro que no habría sabido qué hacer, ni hubiéramos llegado a la Casa de Socorro, ni buscado a mi tío, ni a mi madre, ni nada de nada. Me habría quedado en la calle llorando y Dios sabe quién se hubiera ocupado del asunto.

— Dos: no por aquello no he tirado piedras durante mi vida, que sí lo he hecho y en numerosas ocasiones, sobre todo en los ríos, en aguas remansadas y con cantos planos, haciéndolos saltar sobre el agua, pugnando con otros a ver quien hacía más “ranas”. Nunca lo he hecho en condiciones en las que intuyera algún peligro, que aquello aún lo he olvidado y ha quedado impreso en mi memoria de manera imborrable. Y por supuesto, nada de tirachinas, nunca, nunca he tenido uno, y mis hijos tampoco.

Otro apunte, este ya es final: llegué a saber quién fue el que lanzó la piedra, su filiación y domicilio, lo conocí y nos vimos en numerosas ocasiones a lo largo de su vida —alguien me dijo, hace mucho tiempo, que había fallecido—, pero nunca le dije nada, ni él a mí tampoco, a pesar de que los dos conocíamos perfectamente esta historia.