Desconozco dónde fue realizada la foto que acompaña el relato de hoy. He de pensar que se trata del lugar en el que se celebró el ágape, que no debió pasar de un chocolate con perrunillas para todo el mundo y algún licor, anís para las señoras y coñac para los caballeros. Después, tertulias entre los mayores y juegos para los pequeños que, con toda probabilidad terminarían, para el marinerito, con el traje manchado y posterior reprimenda materna. En esa ocasión algo más suave que otras, la reprimenda, que, al fin y al cabo, se trataba del día de su Primera Comunión.
Prosigamos con la instantánea.
Es el patio de una casa que no fue la mía. La mía tenía, o mejor, aún tiene, porque aún tengo la casa de mi pueblo y se conserva tal cual, un patio pequeño, poco más que uno de luces, casi minúsculo comparado con otros patios de la vecindad que eran amplios y en los que se podía jugar a divertimentos que requerían más espacio. Así que mi madre debió de pedir a alguna vecina el favor de cedérnoslo para el evento y allí que fuimos a echar el día, o sólo la mañana, que tampoco debió de alargarse mucho el festejo.
Se ve que era un lugar agradable, suelo empedrado y bien dispuesto, paredes encaladas, arriates con flores y una enredadera o quizás una buganvilla, no lo aprecio bien; al fondo lo que parece el brocal de un pozo sobre el que hay unas macetas. Por más que cierro los ojos e intento llegar allí, no consigo recordar qué casa de la vecindad podría ser, ¿la de algún familiar?, tampoco. Y la de mi abuelo no, seguro.
A los niños de la primera fila ya los conocéis. A la izquierda mi prima Ino, no la llaméis Inocencia que se rebota, que continúa con faldita corta, rebequita y pañuelo al cuello; de la mano cuelga un bolso que parece de grueso mimbre, poco propicio para el momento y más para una merendita en el campo. A su lado mi hermano, con pantalón corto y niqui, que así llamaban a lo que hoy son polos —deriva del alemán Nicki, y dicen que los introdujeron en nuestro país, a nivel popular y con ese nombre, los emigrantes españoles en aquel país—. Es ya apreciable la barriguita que se pronunciaría con el tiempo.
El niño que queda vestido de civil es el Guingui, mi primo Arturo, que luce trajecito oscuro en cuya chaqueta destaca el pañuelo en el bolsillo y dos hermosos botones que garantizaban que la criatura no se la quitaría durante todo el festejo. Me llama la atención su expresión, brazos caídos, cabeza inclinada y una declarada tristeza en el rostro. Parece cansado, o más bien derrotado. Miro ahora, detenidamente su rostro y creo verlo similar pasado unos años y en algunas ocasiones durante el tiempo que nuestras vidas coincidieron.
Seguimos con los mayores, y empiezo con mi tía Mª Ángeles, la madre del Guingui, a la derecha, con velo negro y vestido también negro, por lo que me atrevo a decir que estaba de luto por la muerte de su madre. Delante de ella la tía Antonia, tía de mi madre, la que estaba posicionada justo detrás de mí durante la ceremonia, y que bien mirado compruebo que guardaba un gran parecido con mi abuela. De ésta última sólo existe una fotografía —tengo una copia— en la que se ve a una mujer muy mayor para la edad que tenía cuando se la tomaron, con una enorme pena en la mirada y un semblante plagado de decepciones; de vez en cuando la veo y me provoca una enorme tristeza, más por la infancia que vivieron mi madre y sus hermanos que por ella misma.
Al lado de la tía Antonia, y ajena a la cámara y a la pose general de los presentes, la tía Petra, la mujer de mi tío Luis. Una señora a la que recuerdo seria, muy bien vestida y con una presencia de continuo respetabilísima. Mi trato con ella, y ella para conmigo, fue siempre distante pero amable; nunca la sentí cercana ni le profesé el cariño que sí tuve a su marido, quizás porque ella nunca se me mostró como él sí lo hizo.
En el centro está mi madre que, para qué repetirlo, pero bueno lo repito, presenta una sonrisa abierta, feliz en este día. En contraposición mi padre, serio, que tal vez también estuviera feliz, pero ¡qué incapaz fue toda su vida para demostrarlo!, y cuando lo hizo siempre vi en él un gesto forzado, aunque, y así le aligero algo su actitud, no creo que fuera declaradamente fingido.
Junto a mi padre está su hermana, la tía Márgara, aquí en otra de sus poses más reconocibles: el gesto adusto y la boca apretada, poco cercana a la simpatía. Pienso que, si bien lo fue, realmente no ejerció nunca de hermana de sus hermanos, sino de la madre que pronto se les fue, y eso tal vez debió marcarla, y creo que no para bien precisamente, dado el talante que siempre mostró. Luego quiso ser abuela de todos sus sobrinos y apenas si lo consiguió, tuvo que esperar muchos años para verse con ese título. Mientras tanto vivió, y vive, en la casa que fue común, controló todo lo que le dejaron controlar y terminó obteniendo más que ninguno sin aportar apenas nada; pero tampoco es para dejar aquí reproches, o sí, no sé. Muchos años después de esta foto llegué a la conclusión anterior, y fue entonces cuando me sentí con el derecho de juzgar y mirarla con otros ojos. Pero entretanto, y soy sincero, fue pasando por mi vida con cierta indiferencia y un afecto del que se encargaba mi madre de forzar.
En tercer plano y a la izquierda, mi tío Luis, a quien ya os presenté en la capilla del colegio, y del que mucho me gustaría hablar y así he de hacerlo en otras instantáneas en las que es indudable que aparecerá. Aunque sólo se ve su cabeza y poco más, se adivina su cuerpo recto, erguido, en posición de firmes, como no podía ser menos en el militar que fue. Las cartas que me enviaba y que yo seguramente respondía con infantiles frases y anécdotas triviales; sus relatos, historias, cuentos, su compañía y los paseos que con él compartí en Villanueva y en algunas de mis visitas a Madrid, hicieron que un servidor terminara elevando su figura a la categoría del héroe que realmente fue en una etapa de su vida. Imagen limpia que todavía permanece en mi cabeza y mi corazón.
Sobre mi madre, mi tía Isidora, otra vez, como casi siempre. Curioso paralelismo, una vida semejante a la de la hermana mayor de mi padre y, a la vez tan distante y distinta. No es necesario que me deis a elegir, que de antemano sabéis mi preferencia.
Y por último está Pepa, la chica que aparenta ser la más alta del grupo, pero es que me parece que se empina sobre el bordillo del arriate, ¿no? Bueno, algo ayuda también el peinado, un hermoso y abombado cardado, muy propio de señoras de la época y por lo que veo, también de jovencitas de dieciocho años, que era la edad que ella tenía por entonces. Pepa era en aquel tiempo vecina nuestra, y desde que mis padres, recién casados, se trasladaran a vivir a la que ya siempre sería su casa, tuvo con mi madre una relación sólida y permanente —juraría que toda su vida se sintieron hermanas— que sin duda continuó, lo sé, más allá de la muerte de ésta. En lo que a mí respecta, decir que fue muchísimo más que una vecina, y nunca supe dónde estaba su sitio en mi organigrama vital. He de crear otro nivel, un casillero aparte en una posición especial para ella y los suyos, que también son los míos.