domingo, 17 de febrero de 2019

1964, enero

Acaba de empezar el año, el 64 del siglo pasado; es el día de Reyes y algunos familiares nos hemos reunido para festejarlo. La celebración consistió, y no es que me acuerde con exactitud, que lo que sí recuerdo son nuestras costumbres de entonces, en un paseo por el parque. Los más pequeños nos dedicamos a disfrutar de los juguetes recién estrenados y los mayores a charlar. E imagino que también hubo algún ligero refrigerio, tal vez una Mirinda y poco más.


En la instantánea estamos cinco primos y todos portamos los regalos que los Reyes tuvieron a bien dejarnos la noche anterior en casa de nuestro abuelo. De siempre y durante años, hubo un regalo en ese día; regalo que recogíamos la noche anterior una vez que había pasado por la calle la modesta cabalgata que solía iniciarse en la Jabonera y terminaba en el Ayuntamiento. En ese espacio de tiempo en que todos los niños bajábamos a ver pasar los Reyes Magos, los mayores colocaban los juguetes por distintos lugares, más o menos disimulados, de la casa. Terminado el paso del cortejo subíamos raudos a buscar cada uno nuestro obsequio —recuerdo en una ocasión un balón mío sobre la lámpara de la habitación de mi abuelo—.
A los avanzados ojos de hoy, o a los de cualquier mente dispuesta a rechazar todo lo pasado que choque con su renovadora ideología, se podría decir que menudos regalitos trajeron los señores Magos a estos niños tan encantadores. Regalos que como no podía ser de otra manera, fueron muy bien recibidos y disfrutados durante mucho tiempo, al menos en lo que a mí corresponde.
Un servidor es el de la izquierda, y ahí pueden verme armado con una escopeta que lanzaba dardos con ventosa y que, si la untabas con saliva y disparabas a los cristales de las ventanas, se quedaban pegadas; y si el blanco era algún amigo, pues no se le hacía daño. Más inofensivo, imposible, violento a más no poder. Voy protegido con una coraza, sólo el peto, y una espada y una porra como armas ofensivas, todo ello de plástico, en clara discordancia con la escopeta.

En el lado opuesto está mi hermano, también armado y en actitud ofensiva, algo más gordito —ya apuntaba maneras—. Él, igualmente, va de medieval, pero sólo de arquero que lanzaba inofensivas flechas con ventositas adhesivas; a la espalda el correspondiente carcaj con munición de recambio. Detrás suyo mi primo Arturo, compañía recurrente en mi vida, creo haberlo dicho ya, que también está de la misma guisa que nosotros, con peto, escudo y espada, y en disposición amenazadora, pero con poca credibilidad en el rostro, por lo que he de pensar que, en ese instante, el fotógrafo debió decirle algo así como «más brío niño, más brío», y entonces él levantó el brazo tímidamente con toda la energía que la fotografía muestra, o sea, poca.
Junto a mi primo, su hermana Mª José, que apenas tenía un año de vida. Su regalo debió de ser una de las dos muñecas que están sobre el cochecito, me decanto por la más pequeña, que en correspondencia ella era la más pequeña de la familia por entonces; tardaría poco en dejar de serlo, pues en escasos meses la llegada de una nueva prima ocuparía ese último lugar.
La otra muñeca debió de corresponder a la otra niña de la foto, también de la familia, claro. Es mi prima Mª Eugenia, hija del tío Pablo. Poco mayor que yo —ella me antecede en edad—, durante algunos años me sentí con cierta proximidad a ella, tal vez por la edad, y me atrevería a decir que incluso hubo correspondencia. Si bien cómo negar que ese afecto fue sentido hacia todos mis primos, de ninguna manera. Y de aquello mucho queda, tampoco lo puedo negar.
Veo que poco a poco se van incorporando a estas instantáneas personajes de mi historia, instantes y también lugares. En el que estamos en la foto, al que llamábamos el parque, ya no existe, pues fue demolido a principios de los años 70 del pasado siglo para levantar algo más moderno, más acorde con los tiempos que corrían. Este segundo parque, que más que parque era una gran plaza abierta dura y muy blanca, fue obra de un por entonces joven arquitecto, Manuel Briñas Coronado, que desarrollaría toda su carrera profesional en nuestra tierra. La plaza, el parque, lo que fuera, fue polémico hasta el agotamiento, creo que nunca cesaron las críticas sobre él, incluso una vez demolido. Que lo fue, —¡ah!, pues no recuerdo cuándo, pero no creo que haga más de quince o veinte años— para volver a ejecutar otro, en este caso, una copia más o menos fiel al original de 1926, aunque con ligeras diferencias.
En ese tiempo, el de mi instantánea de hoy, aún faltaban algunos años para que desaparecieran los azulejos que recordaban la fecha de su inauguración, y el quiosco de la música, que es el fondo de la fotografía, más grande y recargado en su decoración que el actual; y los otros pequeños quioscos, reproducidos casi exactamente hoy; y la espesa vegetación y la casita de las palomas, cuya autoría siempre atribuimos a mi abuelo, y hasta la fecha nadie lo ha negado. De ésta última, afortunadamente, también se ha colocado una copia.
He vuelto en varias ocasiones a pisar este nuevo parque y, como en tantas ocasiones y lugares a los que retornas y tratas de situarte en ellos, pero en otro tiempo pasado, ya me parece muy distinto, y no sólo su fisonomía sino sobre todo su tamaño. Sus dimensiones parecen haberse reducido, o es mi vista que con el paso de los años quiere abarcar más; o son los recuerdos que, con certera precisión, quieren obligarme a no aceptar que algo o mucho ha cambiado.
Quiosco de la música; la instantánea de hoy está hecha justo ahí.