1958, febrero
Ahí está el tío, un servidor, con un mes de vida. O al menos eso dejó escrito por detrás mi madre con su lenta caligrafía, forzadamente redondilla, producto de ausencias escolares y del deseo vital que siempre tuvo de no descuidar el conocimiento adquirido. En el reverso de la foto se lee, escuetamente, «8 de febrero de 1958».
Pues eso, un mes de calendario, treinta días en este mundo que había que celebrar de alguna manera y qué menos que vestir a la criatura con sus mejores galas: blondas, lazos, y un gorrito de lana, que era febrero y debía hacer frío.
Porque había nacido el que ésto escribe justo un mes antes de la foto: el ocho de enero de mil novecientos cincuenta y ocho, en pleno y frío invierno. Nací, como casi todo el mundo en aquellos años y más en los pueblos, en la que era la casa de mis padres y luego fue mía durante muchos años —aún la sigo nombrando como mi casa—. Por su pasillo debían pulular en esa mañana familiares y alguna vecina, expectantes todos por la venida de un nuevo miembro a la comunidad y deseosos, a la vez, de que esa llegada sucediera sin tropiezos. Como la historia se ha encargado de confirmar, todo fue bien, bastante bien, ahí está la foto y aquí estoy yo, sesenta años después para ratificarlo.
Mi tío Luis, que no era tío mío sino de mi madre, y que no se llamaba Luis sino Ángel, fue uno de los privilegiados que asistió a mi nacimiento. Él y su mujer vivían en Madrid, pero decidieron trasladarse al pueblo para estar presentes en la ocasión, acompañar a su sobrina en tan relevante acontecimiento y ser de los primeros en conocerme —me consta que era mucho el cariño que sentía por mi madre y no menos el que a partir de aquel día a mí me mostró—.
Él me contó muchas veces, con su voz grave y antigua, como su caligrafía, y con la pasión y desmesura con que todo lo expresaba, el instante de mi nacimiento, que en resumen fue algo así:
«Yo estaba haciendo café en una hornilla y, mientras, tu madre fue a por churros. Cuando volvió, ya habías nacido tú.»
La verdad debió ser muy distinta porque no es normal que las personas nazcan así. Lo que no quita que, durante años, un servidor creyera esa versión a pies juntillas.
Arreglo al niño y venga, que le hagan una foto, un retrato, que con eso se celebraban aniversarios y onomásticas. Después, supongo, café o chocolate con perrunillas y pare usted de contar; que seguro, por entonces, ni se había inventado la palabra dispendio. Pero primero vayamos a la fotografía, que aún no me la han hecho.
He de pensar, no se me comunicó nunca el dato, que la foto debió hacerla Francisco “el Sacristán”. Francisco Horrillo Lozano, era así su nombre completo, que no creo que mucha gente lo supiera; yo mismo, he acudido a la red de redes buscándolo, y por suerte lo he encontrado. Parecía que se me quedaba cojo el relato si no escribía su nombre completo.
En Villanueva hubo, por aquella época, algunos fotógrafos más, pero yo sólo recuerdo, además de Francisco, a Juan Emilio, del que me da el pálpito que aparecerá en alguna otra ocasión en estas Instantáneas, pero igualmente me da que no fue quien me hizo la foto con la que inauguro estas entradas en mis Tardes de solano. Así que lo dejo a un lado, pero sin acritud, amablemente.
Fue Francisco, con toda seguridad, el autor. Porque conociendo a mi madre y sus buenas relaciones con la Iglesia, no la veo yo requiriendo los servicios de Juan Emilio, personaje más cuestionado por la sociedad del momento. No, nunca recurrió a éste último, pues para estas fotos protocolarias, que hay algunas más en nuestras vidas, siempre fue “el Sacristán” quien las hizo. Además estaba la comodidad que el profesional ofrecía, pues solía ir a las casas de los clientes a realizar los encargos. Llegado ese momento, mi madre nos vestía acorde con el resultado que buscaba, posábamos un par de minutos, el fotógrafo no hacía más de tres o cuatro clicks —la economía de la época aplicada al trabajo—, y a los pocos días el cliente se pasaba por su estudio a recoger el encargo. O por la sacristía de la parroquia de la Asunción, pues Francisco tenía la atención, con el público que frecuentaba la iglesia y que por entonces debía de ser todo el mundo, de llevar allí las fotografías realizadas y hacer así más fácil la vida al cliente.
En la foto tengo un mes de vida, y es evidente que alguien me sostiene para mantenerme erguido. Debió ser mi madre, que no imagino a mi padre en menesteres de esos. Parece que estoy sentado, una mano debe sujetarme por detrás y es indudable que, con disimulo, otra bajo mi ropa impecablemente blanca, lo hace por delante. Pero así y todo, la inestabilidad es clara, tanto que hasta se me aprecia un movimiento que queda evidenciado por el borrón que es mi mano derecha, la izquierda para ti que estás leyendo esto. Justo me he movido en el momento que Francisco dispara su cámara —siempre dando la nota Mánuel, y las que te quedaban por dar durante toda tu vida—.
Se me ve tranquilo, aunque tal vez un poco alerta por lo que alrededor debe de estar sucediendo. Lo denota mi mirada tan clara y limpia —no debí haber llorado durante todo el procedimiento—; los ojos están muy abiertos, como creo que siempre han estado: atentos, intentando evitar que se me escapara el entorno, abarcando ahí toda la estancia y sus ocupantes, y después, en la vida, toda la calle de un vistazo y desde lejos.
La boca entreabierta, el labio inferior ligeramente descolgado y el superior apuntando ya a lo que con el tiempo sería, un labio ausente. Así que cuando tuve decisión para ciertos actos, me permití lucir bigote, cuando no barba, para así disimular la escasez del morrillo de arriba.