Viene esto a cuento por los recurrentes recuerdos que tengo sobre lo más lejano de mi pasado, algunos de los cuales dejé hace tiempo en estas Tardes de solano: crónicas escritas desde aquel doblao que nunca he abandonado, y que me acompaña a cada lugar que habito.
Los que hoy traigo se remontan tanto tanto, que hasta me cuesta trabajo creer que sean verdad; y sin embargo lo son. Como otros, están limpios en mi memoria, aunque éstos son fugaces, diminutos en el tiempo que ocupan, apenas un minuto, sólo unos renglones.
El primero es el primero de verdad, el que siempre he dicho que es el primer recuerdo de mi vida. En él veo nítidas sus caras: la de mi madre llevándome de la mano por la calle Ramón y Cajal abajo, cuando todavía no era de Los Baldosines, para pararnos delante de lo que ya era o luego fue una tienda de ropa, la de Bermejo Conde, y hablar con mi padre que estaba revistiendo con teselas de gresite uno de los pilares entre los dos escaparates que flanquean la entrada. Ese revestido permaneció durante lustros en la fachada, para memoria eterna de cuáles fueron mis primeros pasos.
El segundo seguramente no es el segundo, pero por ahí debe andar. Nuevamente acompañaba, y de su mano también, a mi madre. Pero esta vez venía con nosotros mi hermano, o éramos nosotros quienes íbamos con él, porque era él el protagonista del sucedido. Acababa de terminar su paso por el Colegio de la calle La Palma y mi madre pretendía que entrara en la Escuela El Cristo, a la que la gente conocía como la escuela de balde. Se ve que no debía de pagarse por asistir a ella, de ahí el apelativo; cosas de la enseñanza pública de entonces, si bien años después me enteré que sí, que algo se pagaba, poco, pero se pagaba.
Fue, es evidente, la primera vez que entré en aquel edificio, que me pareció enorme y espacioso, sin poder imaginar en aquel momento que, un montón de años después, cuando con ligera emoción lo paseé, disminuirían mágicamente sus dimensiones.
Unos minutos de conversación entre mi madre y uno de los maestros y el asunto de la enseñanza para mi hermano durante los próximos años quedó resuelto, «traiga al niño mañana».
Pocos años después yo también ingresé en aquella escuela. Curiosamente accedí de manera directa a la clase de mi hermano —un misma aula para distintas edades—, que impartía el que ya por entonces era un reconocido maestro y que con el paso de los años fue objeto de gran aprecio y consideración por parte de la comunidad.
Busco desde la comodidad de mi casa, hoy que la tecnología nos lo permite, documentación sobre aquella escuela que me ayude a completar este recuerdo, y para mi enojo apenas si consigo algunas líneas. Escribo en el buscador de internet Escuela El Cristo, y todo lo que me ofrece son datos, fotografías y demás, relativos a la nueva, a la actual que hoy se ubica, con el mismo nombre —ya no es escuela, que es CEIP, Centro de Estudios de Infantil y Primaria— en otro lugar del pueblo, casi a las afueras, en un edificio más nuevo y amplio.
La búsqueda ha dado dos resultados que entiendo como útiles aunque levemente distintos en lo que al origen de la escuela se refiere:
El primero lo encuentro en www.torresytapia.es, y se trata de la reseña —y de ahí la brevedad de los datos— de una conferencia de Agustín Jiménez Benítez-Cano (Villanueva de la Serena, 1946) en la que se dice que el germen de la Escuela de El Cristo está en
«...las Escuelas de Cristo, que fueron instituciones de carácter religioso que nacieron a mediados del siglo XVII y que perseguían la perfección de cada individuo en el cumplimiento de las enseñanzas divinas, según su estado, con aprecio de lo divino y renuncia de lo temporal».
En el texto se data la fundación de la Escuela de Cristo en Villanueva en 1699, precisando que el número de admitidos era reducido, no superando la cifra de setenta y dos, por lo que se ha de entender que los requisitos para optar a dicha admisión deberían ser bastante rigurosos. Fue muy importante la labor social que estas Escuelas de Cristo desarrollaron a lo largo de su historia, que en el caso de la Villanueva se concretó con la fundación de un hospital anejo.
El oratorio de la escuela, como todos los oratorios de aquella institución, estaba presidido por un Cristo
«...que en Villanueva fue famoso por su factura: El Cristo de la Pobreza, y se reunían en esta población al son de la campana los jueves de cada semana».
Con el tiempo derivó de fundación religiosa a escuela de enseñanza.
El segundo resultado me llega desde platea.pntic,mec,es/jruiz2/ast98/art29.htm, y es un relato que firma Josefa Quirós Soto, profesora (¿?) de un Instituto de Don Benito, sobre la fundación y trayectoria histórica de la escuela El Cristo y que, como antes apunté, difiere con la que la nos da Agustín Jiménez Benítez-Cano. Coincide en la fecha, 1699, pero sin relacionar su creación con la expansión de las Escuelas de Cristo por España; incluso el nombre no lo vincula —ella habla de coincidencia— con aquellas escuelas sino con un Crucificado que presidía el oratorio de la casa palacio donde se habían instalado: «Por esta feliz coincidencia, el Colegio empezó a llamarse “la Santa Escuela del Cristo”».
Esta versión también habla de la fundación de un hospital anejo, y de la ingente labor social y pedagógica que a lo largo de los siglos vino desarrollando.
No me atrevo a decir cuál de las dos versiones se ajusta más a la verdad; en el fondo son prácticamente parecidas. Añado lo que leo en www.semanasantavillanueva,es/cristo-de-la-pobreza/, que :
«D. Pedro Fernández de Xexas adquirió una talla del Santísimo Cristo Crucificado, la cual fue entregada al imaginero sevillano Blas Hernández (sic)».
Llegó a Villanueva un 18 de marzo de 1610, por lo que se encontraría en el pueblo cuando la fundación de la Escuela de Cristo. Estuvo situada en el Palacio Prioral de San Benito para ser trasladada el 30 de julio de 1712 al oratorio de la escuela, y fue entonces cuando “se acuerda denominar a la talla bajo la advocación del Santísimo Cristo de la Pobreza”. Tiempo después, la imagen fue trasladada a la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción.
Ya en el siglo XX, desparecida la primitiva sede de la institución y el hospital, las actividades se redujeron al campo de la enseñanza. También despareció el Cristo que presidía el oratorio, a causa del violento capricho de unas ideas bárbaras y ciegas; resulta descorazonador leer en boj.pntic.mec.es/~mgutie9/ssanta/cpobreza.html, que el motivo de la desaparición del Cristo de la Pobreza original fue debido “a un incendio en la parroquia en 1936”, lo cual, técnicamente, es cierto, pero a la vez tan alejado de la objetividad como próximo a la infamia. Poco después, su ausencia fue reemplazada por otra talla soberbia, obra de Gabino Amaya, serena y dramática, que se venera en una de las capillas de la Iglesia de la Asunción. Es el Cristo de la Pobreza, cuya visión siempre me ha conmovido, a la vez que me lastimaba el olvido al que mi pueblo, durante algunos años, le sometía cada Jueves Santo mientras su cofradía hacía el recorrido procesional.