Hoy ha tocado cortarme el pelo. Como vengo haciendo desde hace tiempo, prácticamente desde que abrió frente a mi casa, asisto a la peluquería donde oficia Jorge. Tan cerca está que, en más de una ocasión y desde mi balcón, cuando lo he visto en la puerta fumando el cigarro que la ley le impide quemar dentro, le he dado una voz y le he pedido fecha y hora para el siguiente “arreglo”:
—¿Te viene bien a la seis?
— Vale.
En Jorge destacan de entrada dos cosas: su tipo delgado y una permanente media sonrisa. Al pronto aparenta nervios, pero cuando coge en sus manos sus útiles de trabajo trasmite más calma que viveza; es sosegado en sus gestos profesionales, sin importarle la demora en su trabajo, al menos conmigo. Inmediatamente después de envolverme en el ligero mantelón azul y precintarme el cuello con una especie de cinta elástica de papel, surge alguna pregunta, casi siempre la misma:
— Bueno, ¿cómo va eso?
— Pues nada, ya ves.
Y ya ha comenzado la conversación: actualidad política, algo de deportes, referencias al nivel comercial que está adquiriendo nuestra calle y la invariable pregunta de todos mis cortes de pelo, “qué cómo anda tu hijo”. Este muchacho me pregunta siempre por él: qué hace ahora, hace tiempo que no le veo, en qué equipo anda. Y eso que no es cliente suyo.
Pero como buen profesional que es, me parece evidente que se interese por cuestiones de sus clientes. De esta manera se hace más cercano, más confidencial, mejor vecino. O sea, que eso se lo hará a todos.
Sigue la conversación y en un momento me fijo en el espejo y me veo con barba de un par de días.
—Oye Jorge, ¿tú afeitas?
Me dice que muy poco, casi nada, que apenas hay clientes para ese servicio. Ni siquiera él se afeita, a navaja quiere decir. Le propongo que otro día me afeite, cuando no haya nadie esperando su turno y pueda hacerlo con tranquilidad.
Me cuenta que su padre siempre afeitó mucho y bien (Jorge ha heredado la profesión, aunque no la sección afeitados), y que incluso aún, a su edad, sigue haciéndolo. Pero no me dice la edad, de su padre.
También le propongo que afeite semanalmente a un cliente, de manera gratuita, para no perder la práctica ni el pulso, que en el afeitado debería de estar su primera habilidad, pues la barbería creo que es el origen y no la peluquería. Sonríe ligeramente, pero me temo que no lo hará.
Le cuento que me han afeitado dos veces en mi vida. La primera en la mili, donde me dejé hacer por uno de los compañeros de la peluquería del cuartel una tarde de escasa clientela.
La segunda fue la mañana del día que me casé. En vez de estar en casa, en capilla, hasta la hora de caminar para la Real, decidí salir a dar un paseo por el centro y pasando por la Puerta del Arenal me animé a entrar en la barbería que aún hoy existe al principio de la calle Harinas. Sólo me afeité, ya me había “arreglado” el pelo días antes.
Así que con toda seguridad va a haber una tercera vez en la próxima ocasión que visite el local de Jorge. Se lo recordaré cuando para ello pase a pedirle hora.
Nota:
No corresponde la fecha de redacción de este texto con ésta de su publicación. Lo acabo de encontrar perdido en un surco del disco duro.