Desde hace muchos años y siguiendo la tradición familiar, en esta casa se pone el Portal de Belén. Daba mi hija sus primeros pasos cuando decidí, y en atención a su corta edad, adquirir pequeñas figuras de plástico y colores llamativos que representaban personajes del Nacimiento: el Misterio, los Reyes Magos, la Anunciación a los pastores, ganado variado, y algunos objetos de atrezzo y decoración. Su diseño inocente y sencillo ayudó a que mi hija, y después también mi hijo, encontraran en ello motivo de juego y entretenimiento, por lo que era normal verlos desbaratar aquel teatrillo: los Reyes avanzaban en su camino, cambiaban su orden, las ovejas pacían en lugares distintos cada día y por las noches, invariablemente, todos los actores se iban a dormir. Con el tiempo fue creciendo el número de figuritas y adornos, pero sin desmesura y nunca superando el espacio adjudicado la primera vez, para así poder convivir armoniosamente con otros ornamentos también navideños.
El Portal de mis hijos |

Son quizás, los objetos que más y mejor me trasladan a la Navidad, a la de entonces, no a la de ahora, artificial, fingida y prostituida por quienes la han hecho esclava de un consumismo sin fin; y quien quiera ver lo contrario o es uno de los que cooperan a ello, a uno u otro lado del mostrador, o es un necio.
Recuerdo las Navidades de mi infancia frías y húmedas. Frías por la época del año, claro, que en mi pueblo hacía frío y mucho: tejados que amanecían blanquecinos, gruesa escarcha en los charcos de las calles y una casa de altas bóvedas que nunca llegaba a calentarse. Y húmedas por la invariable ocurrencia de mi madre de limpiar toda, toda la casa, al ritmo del sonsonete de los niños de San Ildefonso. Una vez realizado este zafarrancho general y a tenor del clima de diciembre, la casa quedaba helada durante días, pero muy limpia, eso sí.
Previo a todo eso, ella ya había instalado su Nacimiento. Mi hermano y yo le ayudábamos a levantar un entarimado con mesas y borriquetas sobre las que colocábamos unos tableros que normalmente se utilizaban para tensar y secar, tras su limpieza, los pañitos de ganchillo que tan hábil y fácilmente realizaba.
Casi siempre lo instaló en el pasillo de la casa, donde éste se abre antes de llegar al salón, aunque alguna vez lo hizo en la salita chica, o cuando lo puso en la sala más grande, la de la derecha, ocupando toda su superficie, que hasta hubo que quitar las puertas para poder disfrutarlo mejor.
Luego unas cajas de zapatos hacia el fondo, contra la pared, y ocultas con toneladas de guata gris, conformarían la orografía de lejanas montañas. A continuación un paseo por el campo más cercano a buscar musgos frescos y otras plantas que, junto al serrín, grandes piezas de corcho y también menudas, gravilla y no sé cuántas cosas más, decorarían el escenario. Bajo todo ello quedaba desplegada una madeja de viejos cables trenzados con decenas de bombillitas, que hacían intuir cuál sería la distribución final de toda la escena: había que saber desde el principio qué lugar ocuparía el Portal, el castillo, la posada, el chozo y cada casa, para así asignarles previamente su luz de celofán.
Mi madre, segura de la firmeza del entablado, desplazaba todo su volumen por él con soltura y decisión, disponiendo a lo largo y ancho figuras y figuritas; construyendo casas, puente y molino; plantando praderas y árboles, dibujando caminos y encauzando ríos; para terminar espolvoreaba harina por el corcho de las montañas y colocaba sobre los arbustos y el campo verde motas de nieve de algodón. Al final, se llegaba a un resultado equilibrado en el que nada quedaba ajeno ni fuera de lugar, daba lo mismo la variedad de medidas, niveles o de estilos, su antigüedad o su estado, la correspondencia con la época o su ausencia. Nunca nos preocupó nada de eso, porque nunca de eso se trataba.
Me es fácil ahora pasear por aquellos Belenes de mi casa de Villanueva. Me basta entornar los ojos para ver arriba, en lo más alto de la montaña, el castillo con un soldado en la torre y Herodes en la puerta sentado en su trono y escoltado por otro soldado.
Descendiendo por la montaña, mis Reyes Magos van camino del Portal; tendrán que atravesar un pequeño puente sobre un río con patitos, que al estar lejos de su escala les obligará a quedarse toda la Navidad en la ladera de la montaña.
Junto al río, un chozo de paja y unos pastores alrededor del fuego; un ángel desde un árbol les comunica el acontecimiento. Y el recuerdo ahora vuela hasta un anuncio de televisión, quizás de un café, blanco y negro y en casa de mi abuelo, en el que el mensaje era una felicitación navideña con las imágenes de un Belén que tenía unos pastores idénticos a los nuestros. A su alrededor ovejas, gallinas y alguna vaca, ajenas y relajadas.
En el pueblo la posada, tres o cuatro casas y unos cuantos paisanos deambulando por él: un carnicero y su puesto de venta en la calle, una mujer sobre un burro con aguaderas, algunos caminan a cualquier lugar y otros, claramente, van hacia el Portal; todos con algo en las manos, una cesta, unos pollos.
Y en el Portal las cinco figuras, las más grandes de todo el conjunto, tal vez excesivas, sobre todo el Niño, pero el Niño siempre va sobrado en todos los Nacimientos. No obstante repito que eso no importaba, y tan poco importaba que hasta su bombilla era la mayor de todas, blanca y sin celofán.
Y cuando ya estaba terminado, mi madre le daba el visto bueno colocando unos antiguos muñequitos, vestidos de pastores, cerca del Portal. Decía que eran de su madre.
Sevilla, 8 de diciembre, 2015
Sevilla, 8 de diciembre, 2015