jueves, 21 de septiembre de 2023

Para qué hacer caso a medios días habiendo días enteros

No tengo claro en qué circunstancias me decía mi madre la frasecita que ahora traigo. Pero sí recuerdo que bien bien, nunca la entendí; o no la entendí por entonces. Quizás hoy tampoco, porque leo por ahí versiones distintas sobre su significado. Trataré de aclararme a lo largo del presente escrito.
Tampoco tengo claro cómo era exactamente el aforismo. Aunque básicamente dudo entre dos y la diferencia es casi nada. Una es «déjate de medios días habiendo días enteros», y la otra es la que más se aproxima al recuerdo, y que está en el gesto de indiferencia de mi madre hacia mí, girando la cabeza y dejando de mirarme. Gesto que venía tras oírme alguna ocurrencia sin sentido, una respuesta poco acertada, una explicación confusa, yo que sé. Porque nunca llegué a asociar la situación que fuera con la frase en cuestión. Vamos, que nunca la entendí.
Bueno, la frase, la segunda de las dos es:

«Para qué hacer caso a medios días habiendo días enteros»

En mi ignorancia siempre he pensado que era cosecha de ella, al igual que casi todos estos decía mi madre, y que durante media vida me han servido para engordar algo mi vanidad, pues aun creyendo que estaban dedicados a mí, apenas si me han molestado, al contrario. Así que siempre los vi de manera positiva, de recuerdo agradable, con una leve sonrisa.
Hace unos momentos, cuando me disponía a escribir esto, di un paseo por la red y busqué significados del refrán, a fin de poder asegurar el concepto y reflexionar lo más acertadamente posible. Cuál no sería mi sorpresa al observar la variedad de interpretaciones que parecen existir.
Una de ellas encuentra en el refrán un consejo: “no perder el tiempo en actividades que dejamos incompletas, sino que debemos abordar proyectos o tareas con plena dedicación y completarlos en su totalidad”. Para lo que habrá que estar seguros, al iniciarlos, que seremos capaces de darles fin de manera efectiva. Y eso no suele ser fácil: ¿cuántas veces nos hemos rendido ante algo por falta de medios, de pericia o, y eso es lo peor, de voluntad? Y entonces es cuando nos quedamos en los medios días.
La siguiente también interpreta el refrán como un consejo: “que no debemos hacer caso ni perder tiempo con rumores o habladurías”. O lo que es lo mismo, no entretenernos en aquello que no es importante o que nos vaya a aportar poco, o incluso nada, al tratarse de cuestiones que seguramente sean meras patrañas.
La anterior parece enlazar con la siguiente: “Ignorar los consejos de personas que no nos importan”. Que, aunque sean conocidos, compañeros de trabajo o vecinos, no pertenecen a ese círculo más pequeño, más íntimo. Son gente con la que podemos tener afable trato, pero hasta ahí, no más. Y esos no son quienes, o no deben serlo, para darnos recomendaciones ni a las que debemos permitir opiniones sobre nosotros o nuestras acciones. Esos son los medios días del refrán.
Esta última me parece acertadísima, tal vez la que más. Dice: “no voy a discutir con un tío que no tiene conocimiento ni para pasar el día”. Que viene a sugerir que hay personas que no merecen la más mínima conversación, ni una explicación, ni una respuesta. Y las conozco, y algunas de ellas no llegan ni al medio día.

Todo lo anterior me da a entender que la frase de hoy es aplicable en variados contextos, y seguramente es así cuando la empleo. No con la asiduidad que el recuerdo me hace asignársela a mi madre, que parece ahora que se la estoy escuchando. Aunque sin saber en qué contexto estábamos cada vez que me la decía.
Vaya, he terminado casi con la misma frase que comencé. «Pero te falta el casi», que decía mi madre.

Nota final: Estoy pensando, ¿y si para ella era yo el medio día? Dios mío, qué fracaso de vida la mía.

jueves, 7 de septiembre de 2023

Te voy a dar más palos que a una estera vieja.


Definitivamente he de reconocer que tuve que ser un niño gamberro, o que mis gamberradas, por suaves e inocentes que fueran, hubieron de sacar de quicio a mi madre en incontables ocasiones. O tal vez no eran gamberradas, a lo mejor fueron simples salidas de tono, algunas desobediencias, mentiras —que si eran pequeñas se llamaban mentirijillas—, cosas de chiquillos que no dabas importancia, hasta que estabas delante de ella y comprobabas que sí, que aquello iba a tener trascendencia. Y que durante algunos días no ibas a olvidar la bronca, el castigo y su motivo.
La secuencia de los hechos siempre venía a ser la misma: me había cogido en un renuncio, se había enterado de alguna cosilla fea mía o cualquier asunto no incluido en su Tratado de moralidad y manual de usos y costumbres; me pedía explicaciones y yo las daba como buenamente podía —aquí entraban las mentirijillas—, ella no me creía, o en el mejor de los casos sólo a medias. Entonces llegaba el momento, yo lo veía venir, no me equivocaba, era predecible porque siempre lo precedía la frasecita:

«Te voy a dar más palos que a una estera vieja».

Y en más de una ocasión me los dio, aunque a Dios gracias, no tantos como la frase refiere ni con la intensidad que en ella se supone. A ver, que nadie se llame a escándalo ni engaño, ni dramatice. Hagan el favor de trasladarse por un instante a los años sesenta del pasado siglo y verán como lo entienden.
Pues sí, hubo palos, la verdad no muchos, los suficientes como para recordarlos, reflejarlos aquí y reconocer que, aunque no están olvidados, tampoco están perdonados porque no necesita perdón algo o alguien que no ofendió.
Y no hubo muchos porque casi todos los esquivé, que a la primera voz más alta que las anteriores echaba a correr escalera del doblao arriba, adonde mi madre no solía llegar. Eso implicaba mi permanencia en el lugar —¿hasta cuándo? —, a la espera de que el berrinche se le pasara pronto, lo cual era difícil, que siempre tuvo buena memoria para sus cosas y esas situaciones requerían tiempo. Menos mal que allí había asuntos de entretenimiento para los que el tiempo se detenía y mi abstracción llegaba a ser total.

Con el paso de los años entendí que el refrán era una pura metáfora, una expresión coloquial: que los palos no eran sólo con la alpargata de mi madre, que el sacudidor de mimbre podía estar, a lo largo de la vida, en manos de muchos, y que la mayoría de esos golpes que te han ido dando no han dejado nunca marcas en la piel de afuera. Que las guantás te las soltaban con más frecuencia con la boca, con críticas y reproches, respuestas cortantes y ofensivas, con problemas, con olvidos y deslealtades. Y en ocasiones como esas sí te has sentido una estera vieja.
En las vividas con mi madre, no. En aquellas yo era el insumiso y ella la encargada de pararme los pies, de moderar comportamientos utilizando su pericia y sus medios, que en ocasiones comportaba algún exceso físico y que, en la mayoría, ya lo he dicho, yo eludía.

Recuerdo ahora una de aquellas situaciones, en el salón de mi casa, bueno, recuerdo a partir de lo de los palos a la estera vieja, y veo a mi madre junto a la mesa camilla, zapatilla en mano, y yo enfrente, en la otra banda; ella que da un paso al lado para buscarme, y yo que doy otro huyendo; y así un rato, retándonos, dando alguna vuelta; ella sigue con la alpargata enarbolada, amenazante, y yo sin encontrar el momento de huir; y otra vuelta, y otra. Y como en casos parecidos me decía otra de sus frases ya legendarias con las que trataba de controlar la situación: «no me hagas barreritas que te enteras».
Ésta última he de desarrollarla en otra ocasión.