jueves, 6 de octubre de 2022

Chiquillos con chaleco

Mantengo con uno de mis primos del pueblo una relación algo más que cordial, que principalmente se manifiesta en conversaciones telefónicas y visitas poco espaciadas en el tiempo. En mi descargo he de decir que con el resto de la familia mi relación también es afectuosa, si bien dentro de unos grados que han ido cambiando con los tiempos, suben y bajan, bajan y suben. Cosas de la vida.

Pero no estoy ahora aquí para hablar de familia y cariños, sino de comida. Y a eso voy. Me estoy refiriendo a una de las últimas conversaciones que tuve con mi primo, en la que me contaba que en ese momento y mientras hablábamos, estaba él cocinado —tampoco es que hablemos de cuestiones y sentimientos profundos y cosas así, que normalmente nos movemos entre temas más prosaicos, elementales: la tranquilidad que da lo natural— y me contaba cosas del momento.

Cocinaba el muchacho una preparación para un posterior arroz que comería ese día, a la vez que me adelantaba que para el siguiente tenía previsto hacer unos habichuelos. Sólo oir la palabra habichuelos fue suficiente para que mi particular máquina del tiempo me retrotrajera diez puñados de años.


Ya de mayor e instalado en esta mi ciudad me enteré que los llamaban carillas —supongo que por el puntito negro de su barriguilla—, y con ese nombre los denominaban en los envases en que se vendían. De mi pueblo y de mi corta edad, recuerdo que no venían envasados, sino que los vendía el señor José, como casi todo, al peso y en cartuchos de papel de estraza. También me acuerdo que no los llamábamos carillas, sino habichuelos; y familiarmente chiquillos con chaleco —me figuro que también por lo del puntito negro—. Mi primo me mencionó este último nombre y no me quedó otra que recordar a mi hermano, que también los llamaba así y se reía cuando lo decía.

Como siempre, me salgo del tema. Hoy la cosa va de escribir algo de cocina y yo, en plena ensoñación, yéndome a la cocina de mi casa a comer los habichuelos que acaba de preparar mi madre.

Decía que mi primo refirió su deseo de cocinar unos habichuelos y me vino el antojo irrefrenable de cocinarlos yo también. Así que dicho y hecho; pero vayamos por partes:

La noche anterior puse en agua, o en remojo, como se prefiera, cuatro puñados generosos del producto. La idea era hacer comida para un par de días y así disfrutar varias veces del resultado.

Al día siguiente me dispuse en la cocina y comencé a preparar lo que viene denominándose sofrito español, o sea, un par de dientes de ajos pelados y cortados en láminas —también es válido entero, sin pelar, rajado o golpeado con el cuchillo de plano—, cebolla y pimiento verde troceaditos; si lo hubiera tenido rojo también lo habría hecho partícipe. Un poco de sal para que la cebolla llorara y fuego mediano hasta ver los primeros síntomas de rendición. Todo ello en las cantidades que cada uno desee, que yo no soy de ir midiendo mucho en la cocina, a pesar de mi profesión.

Cuando los anteriores ingredientes comiencen a entregarse se le añade tomate, también muy picadito, y seguimos con el fuego a medio gas —el 6 o el 7 de la inducción—. En el momento que la rendición ya sea total incorporamos, previa acción de escurrirlos, los habichuelos, y aplicamos unas vueltas de cuchara para que se mezclen todos los ingredientes; golpetazo de pimentón, dulce o picante, al gusto, y salpimentar. Se cubre de agua y subimos temperatura; así hasta ebullición, en que volveremos a temperatura media. A partir de ahora, esperar, pero sin perder de vista el proceso.

Al igual que antes decía que no soy de medir cantidades, ahora amplío y digo que tampoco lo soy de establecer tiempos. Como estoy cocinando, pues no me muevo de la cocina y de vez en cuando pruebo, controlo temperatura, añado, ahora un poco más de agua; rectifico, algo de sal, etcétera.

Y poco antes de que llegue el final del procedimiento se agregará alguna materia de mucha sustancia y contundencia, tipo chorizo o lo que cada uno desee. Mi primo me decía en nuestra conversación telefónica que él suele integrar en este sublime guiso un pedazo de morcilla de Guadalupe —palabras mayores, amigo mío, palabras muy mayores—. Lamentablemente no disponía un servidor de tal material, pero sí tenía a mano una de Cártama que, aunque con buena nota y magnífico sabor, no supera a la de mi tierra. Pero no por ello iba a despreciarla, todo lo contrario, la añadí al conjunto, y unos minutos después —que las morcillas buenas no necesitan mucho tiempo al fuego— todo tocaba a su fin: el condumio estaba listo para ser consumido.

Sólo faltaba el maridaje —otra modalidad del cursilismo imperante—, que dicen los progres de la gastronomía, y un servidor que a veces es más simple que una puntilla optó por lo más sencillo y casi siempre lo más grato, que no fue otro que un vino llamado Flor de tinaja, DO Montilla-Moriles, 14’5%, embotellado en garrafilla de plástico de dos litros de capacidad, y regalo de mi sobrino Arturo. Tres copas empleé para empujar la ración de habichuelos que me serví, que bien merecía haberse comido de rodillas, en acción de gracias.

De postre, de postre amigo mío, cerré los ojos para tratar de recordar, sin conseguirlo, aquel sabor de infancia. Así que determiné que lo realizado hoy hacía pódium, superando a lo antes conocido.

Y es que hay platos que hoy cocino como nunca antes he comido.