sábado, 10 de agosto de 2019

1967, febrero o marzo

He visto esta foto en multitud de ocasiones, está guardada en la vieja caja metálica de Cola-Cao, y también con modernas técnicas en mi portátil. Pero no ha sido hasta que me he puesto delante de la pantalla para teclear esta instantánea, que me he dado cuenta de que es una fotografía casi perfecta.
No tiene fecha escrita en su reverso, ni tampoco he podido conseguir certeza de su data preguntando a algunos de los que ahí aparecen. Sin embargo, dos referencias pueden llevarme a ello: primero, la ropa de los fotografiados me dice que es invierno, muy abrigados vamos todos, así que ni otoño ni primavera; y segundo, sé la fecha de nacimiento de la niña pequeña del centro, que fue allá por mayo de 1966, así que ahí debe andar por algo menos de un año, aunque andar todavía no anduviese. Lo que me hace concluir que estamos en febrero o marzo de 1967.


Es, como la mayoría de las de aquellos años, una foto grupal. No obstante, es algo más, y por eso decía más arriba que es casi perfecta. Todos los personajes se sitúan alrededor del señor mayor, y en dos niveles: los más pequeños arrodillados, a ras del suelo, y los mayores, adolescentes o poco menos, de pie, cubriendo las espaldas, rodeándole todos al que es su abuelo. Éste, sentado cómodamente en el centro, tiene delante a la que por entonces era la menor de sus nietas, sujetándola, o protegiéndola, que una acción lleva a la otra.
Estamos, no podía ser en otro sitio, en el Badén del Zújar —la intermitente línea del horizonte delata al cerro de Tamborríos—, en aquel lugar y aquella casa de donde creo no haberme ido nunca. Maldita nostalgia que no me abandona y empaña mis ojos, a su capricho y en mi contra, tantos años después.
Destaca entre todos, lo repito, mi abuelo, en el centro. Está sentado, que se levantaba poco y sólo para cortos desplazamientos; por los alrededores de aquel lugar apenas si paseó. Su postura eterna era sedente, en su casa sobre un sillón de mimbre y de espaldas a un ventanal, presidiendo el salón; aquí, en el Badén, ocupaba un lugar preferente en el corrillo que los mayores formaban para tertuliar. Conversaciones en las que, por cierto, él aportaba poco, pues no fue hombre de muchas palabras; o al menos yo no se las oí. Mi madre decía de él que se vanagloriaba de hablar poco y escuchar mucho, que así se aprendía más. Y se equivocaba menos. No es mala filosofía.
Delante tiene a Matilde, mi prima Mati, por entonces hija menor de mi tía Geli. Apenas si podría andar por entonces, malamente se sostiene de pie. A su lado la observa su hermana, Margui (cuánto diminutivo terminado en “i”, no cabe duda que en esta familia lo poníamos fácil), poco menos de dos años mayor que ella, pero que ya le daba a la bebida. Bueno, en ese momento le dábamos a la botella, de refresco, casi todos. Justamente Mª José, en primera línea, sujeta con decisión otra botella, y a su lado, Manolito lo hace igualmente, pero en una postura incomprensible y, sin duda alguna, incomodísima. En el centro de ambos, un niño que no sé quién es ni nadie me ha dado razón alguna de él. Debió tratarse de algún vecinillo que, viendo lo visto, se apuntó a la merendilla, y parece ser que no le fue mal.
Arriba, de pie, Mª Eugenia que, a pesar de parecer descolgada del grupo, no lo está. Ni lo estuvo nunca, que bien recuerdo como participaba en juegos y excursiones; alguno con mal final, como cuando terminó en el suelo al caer desde la valla que perimetraba la parcela, mientras la recorría en un infantil alarde circense. En esta foto lleva, además de la bebida, y como casi siempre por entonces y a pesar de la estación, falda corta, lo que siempre me permitió dirigir a sus piernas más de una mirada sesgada. ¿Se daría cuenta?
A la derecha están mi hermano —ojo, con una botella de cerveza, pero sin abrir, ojo otra vez— y Edu al que, como con toda seguridad no le habían dado bebida —su madre debía estar ojo avizor—, intenta robársela, pero sólo para la pose, que jamás se hubiera atrevido a otra cosa que no hubiera sido la broma.
En el centro destaca Arturo el Mayor ejerciendo de mayor, más alto, que con el tiempo el pobre mío sería de los más menguados. Le sirve una cerveza una chica que en principio no conocía, pero que May, que está comiendo algo —¿dónde puñetas estaba mi tía Amelia? —, me indicó en algún momento que se trataba de una vecina de mi abuelo, verás, acuérdate, que vivían enfrente, que tenía un hermano que se llamaba Baldomero, muy amigo de Arturo; sí, de Baldomero me acuerdo, May, pero de la chica no.
Y por último quedamos, a la izquierda y agachados, Arturo y yo, ambos en posturas poco explicables, ¿qué pretende coger mi primo?, ¿acaso el balón que yo sostengo raro? Un balón de los que siempre hubo en el Badén para llevarnos a los pies, y que era sustituido por otro sólo cuando aquel moría por forzado desgaste.
Echo de menos en esta instantánea a Manolo, ¿dónde estaría? Me resulta extraño no verlo. Con él hubiera estado completo el grupo de nietos que hasta entonces formábamos. Tres faltaban aún por nacer y completar el cupo.