domingo, 28 de diciembre de 2014

La poesía es un arma cargada de futuro

Leído, oído o visto por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.
Porque cada vez que lo leo vuelvo, como si parafraseara los versos de Violeta Parra, a los diecisiete.



"Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos."



La poesía es un arma cargada de futuro,
Gabriel Celaya.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El beso que nunca fue

Nunca ha sabido, o mejor, no recuerda exactamente  cuándo la vio por primera vez. Incluso hoy, al mirar atrás en esas tardes únicas de ligeras nubes de alcohol en las que los recuerdos parecen más veraces  y queridos, no acierta a divisar con precisión el momento. Y como lo que siempre pretende es hacer las evocaciones placenteras, el hombre  piensa que fue una tarde de otoño, recién comenzado el curso escolar, mientras caminaba calle abajo, cuando el muchacho la contempló asomada a un postigo entreabierto y le pareció como un premio enmarcado que estuviera esperando ser recogido. Sin dejar de caminar y sin dejar de mirarla continuó su ruta, sintiéndose de repente dichoso por creer ser él el agraciado, a la vez que, por primera vez, a su estómago le atenazaba un desconocido y luego eterno pellizco de feliz melancolía.
Y como si de una verdad revelada, a la que hubiera que seguir ciegamente, se tratase, decidió que tenía que sentirla cercana. Para ello inventó un nuevo horario, frecuentó otros amigos y alteró algún camino. Se aproximó a ella, caminaron juntos e intercambiaron  sólo intrascendencias; en ningún momento el muchacho se atrevió a más, no sea que no supiera decirlo, que sus palabras fueran insuficientes, o equívocas, o inadecuadas, que ella no lo entendiese, que le ahogara el ridículo.  Así que mejor no pasar de ahí, mejor sólo mirarla e ir alimentando la idea de que era,  sencillamente,  la niña más bonita del mundo. Eso le bastaba, le satisfacía sólo saber que lo era, por lo que se dedicó a perfeccionar la idea, a hacerla creíble. No debía decírselo a otros, ni siquiera a sus más próximos; todo antes de que la decepción le arruinara su recién nacida felicidad.
Como no podía conocer el mundo entero, era preciso reducir la creencia a su propio espacio, a su pequeño mundo, a su calle, a su instituto.  Durante días llevó a cabo su plan, mientras caminaba en procesión, calle de San Francisco adelante, con decenas de compañeros hacia el centro escolar: miraría a todas, las conocidas y las ignoradas, las observaría, registraría mentalmente perfiles, talles y estaturas; y les asignaría puntos y valores, para así poder decidir si la ilusión primera era cierta.
Y de esa manera una tarde, soleada como no, andando tras ella, se vio nítidamente reflejado en sus largos cabellos, rubios como el oro nuevo, y comprobó, después de mirar una y otra vez durante un largo trecho a su alrededor, que no había ninguna como ella. Definitivamente era la niña más bonita del instituto. Y probablemente fuera también la más bonita del mundo. Pero a pesar de refrendar y haber elevado a definitiva aquella primera percepción, a pesar de su total convencimiento, siguió siendo incapaz de revelarle su más íntimo secreto. Aunque no por ello dejó de frecuentar la casa y acompañarla, todos los días, hasta el final de curso.
Un día, cuando el sol ya calentaba desde las primeras horas de la mañana, y los horarios y rutinas eran otros a causa del curso escolar concluido, el muchacho advirtió que el postigo del principio de su historia estaba cerrado; y también que no se abrió en los días posteriores, ni en todo el verano, ni tampoco al comienzo del curso siguiente. Entonces, aquel pellizco le apretó con más fuerza aún, ahogándolo por la tristeza y la rabia que le producía su propia cobardía: no había sido capaz de decirle en tantos meses que ella era la más bonita; y vio claramente que ya no habría oportunidades, ni para decírselo ni para ofrecer un beso, siquiera de despedida.

Tiempo después, el muchacho escuchó por primera vez una canción que hablaba de

          palabras de amor sencillas y tiernas
          que echamos al vuelo por primera vez
y sin esperarlo se le vino de golpe su alta silueta, su espalda, su pelo infinito, y le embargó el lamento de no haber oído antes la canción, que si así hubiera sido habría encontrado entonces la oportunidad de hacer la letra suya y cantársela. Se quedó inmóvil, oculto en las sombras del local,
          atravesando nostalgias del pasado,
sintiendo profundamente que
          apenas tuvo tiempo de aprenderlas,
que
          a los quince años no se saben más.
El aire lo siguió llenando la
          vieja música que acuna, viejas palabras de amor,
y el recuerdo, el recuerdo tardó en irse el tiempo que sonó la canción,
          ella, dónde andará, tal vez me recuerda, 
          un día se marchó y jamás volví a verla.
Unas manos le bajaron al suelo, la luz volvió al local y. al poco, con el aire fresco de la calle, otra voz le comenzó a contar una historia nueva.

Muchos años más tarde, cuando el mundo ya es una red por la que resulta fácil recorrer todos los caminos y mirar todos los paisajes, el hombre acertó a leer en su pantalla aquel nombre nunca olvidado y un escueto mensaje, mitad anuncio mitad grito, que tardó en contestar lo que se tarda en poner los dedos sobre el teclado. Y otra vez, también sin esperarlo, le vinieron recuerdos pasados, dormidos pero no ausentes: su mirada clara, que siempre le pareció triste, su falda corta, su estatura, sus piernas, su piel tan blanca, sus pícaros dientes, la palmera muerta, la desangelada sala, el amplio pasillo plagado de ausencias, las paredes desnudas, la pulcritud del suelo, del aire sereno.


          Pero, cuando oscurece,

          lejos, se escucha una canción,
          vieja música que acuna,
          viejas palabras de amor...