Nunca ha sabido, o mejor, no recuerda exactamente cuándo la vio por primera vez. Incluso hoy, al mirar atrás en esas tardes únicas de ligeras nubes de alcohol en las que los recuerdos parecen más veraces y queridos, no acierta a divisar con precisión el momento. Y como lo que siempre pretende es hacer las evocaciones placenteras, el hombre piensa que fue una tarde de otoño, recién comenzado el curso escolar, mientras caminaba calle abajo, cuando el muchacho la contempló asomada a un postigo entreabierto y le pareció como un premio enmarcado que estuviera esperando ser recogido. Sin dejar de caminar y sin dejar de mirarla continuó su ruta, sintiéndose de repente dichoso por creer ser él el agraciado, a la vez que, por primera vez, a su estómago le atenazaba un desconocido y luego eterno pellizco de feliz melancolía.
Y como si de una verdad revelada, a la que hubiera que seguir ciegamente, se tratase, decidió que tenía que sentirla cercana. Para ello inventó un nuevo horario, frecuentó otros amigos y alteró algún camino. Se aproximó a ella, caminaron juntos e intercambiaron sólo intrascendencias; en ningún momento el muchacho se atrevió a más, no sea que no supiera decirlo, que sus palabras fueran insuficientes, o equívocas, o inadecuadas, que ella no lo entendiese, que le ahogara el ridículo. Así que mejor no pasar de ahí, mejor sólo mirarla e ir alimentando la idea de que era, sencillamente, la niña más bonita del mundo. Eso le bastaba, le satisfacía sólo saber que lo era, por lo que se dedicó a perfeccionar la idea, a hacerla creíble. No debía decírselo a otros, ni siquiera a sus más próximos; todo antes de que la decepción le arruinara su recién nacida felicidad.
Como no podía conocer el mundo entero, era preciso reducir la creencia a su propio espacio, a su pequeño mundo, a su calle, a su instituto. Durante días llevó a cabo su plan, mientras caminaba en procesión, calle de San Francisco adelante, con decenas de compañeros hacia el centro escolar: miraría a todas, las conocidas y las ignoradas, las observaría, registraría mentalmente perfiles, talles y estaturas; y les asignaría puntos y valores, para así poder decidir si la ilusión primera era cierta.
Y de esa manera una tarde, soleada como no, andando tras ella, se vio nítidamente reflejado en sus largos cabellos, rubios como el oro nuevo, y comprobó, después de mirar una y otra vez durante un largo trecho a su alrededor, que no había ninguna como ella. Definitivamente era la niña más bonita del instituto. Y probablemente fuera también la más bonita del mundo. Pero a pesar de refrendar y haber elevado a definitiva aquella primera percepción, a pesar de su total convencimiento, siguió siendo incapaz de revelarle su más íntimo secreto. Aunque no por ello dejó de frecuentar la casa y acompañarla, todos los días, hasta el final de curso.
Un día, cuando el sol ya calentaba desde las primeras horas de la mañana, y los horarios y rutinas eran otros a causa del curso escolar concluido, el muchacho advirtió que el postigo del principio de su historia estaba cerrado; y también que no se abrió en los días posteriores, ni en todo el verano, ni tampoco al comienzo del curso siguiente. Entonces, aquel pellizco le apretó con más fuerza aún, ahogándolo por la tristeza y la rabia que le producía su propia cobardía: no había sido capaz de decirle en tantos meses que ella era la más bonita; y vio claramente que ya no habría oportunidades, ni para decírselo ni para ofrecer un beso, siquiera de despedida.

Tiempo después, el muchacho escuchó por primera vez una canción que hablaba de
palabras de amor sencillas y tiernas
que echamos al vuelo por primera vez
y sin esperarlo se le vino de golpe su alta silueta, su espalda, su pelo infinito, y le embargó el lamento de no haber oído antes la canción, que si así hubiera sido habría encontrado entonces la oportunidad de hacer la letra suya y cantársela. Se quedó inmóvil, oculto en las sombras del local,
atravesando nostalgias del pasado,
sintiendo profundamente que
apenas tuvo tiempo de aprenderlas,
que
a los quince años no se saben más.
El aire lo siguió llenando la
vieja música que acuna, viejas palabras de amor,
y el recuerdo, el recuerdo tardó en irse el tiempo que sonó la canción,
ella, dónde andará, tal vez me recuerda,
un día se marchó y jamás volví a verla.
Unas manos le bajaron al suelo, la luz volvió al local y. al poco, con el aire fresco de la calle, otra voz le comenzó a contar una historia nueva.
Muchos años más tarde, cuando el mundo ya es una red por la que resulta fácil recorrer todos los caminos y mirar todos los paisajes, el hombre acertó a leer en su pantalla aquel nombre nunca olvidado y un escueto mensaje, mitad anuncio mitad grito, que tardó en contestar lo que se tarda en poner los dedos sobre el teclado. Y otra vez, también sin esperarlo, le vinieron recuerdos pasados, dormidos pero no ausentes: su mirada clara, que siempre le pareció triste, su falda corta, su estatura, sus piernas, su piel tan blanca, sus pícaros dientes, la palmera muerta, la desangelada sala, el amplio pasillo plagado de ausencias, las paredes desnudas, la pulcritud del suelo, del aire sereno.
Pero, cuando oscurece,
lejos, se escucha una canción,
vieja música que acuna,
viejas palabras de amor...