No me gustan los mercadillos, al menos en el sentido más popular y extendido en la actualidad.
Pues menudo comienzo has tenido. Intentemos
arreglarlo.
De pequeño acompañé en numerosas ocasiones a mi
madre al que todos los sábados —ubicación temporal que le daba nombre— se
instalaba en la plaza de España de mi pueblo, bajo los soportales. El tiempo y
el aumento de vendedores hizo que se trasladara a todo lo largo de la calle
Ramón y Cajal, e incluso llegara hasta el Parque. Ahí lo dejé yo, que ya me
ausenté y mis retornos fuero de tarde en tarde, o peor, de higos a brevas.
En una de aquellas venidas lo vi trasladado La
Laguna y tiempo después, tanto había crecido, que lo empujaron más allá, cerca
de las afueras del pueblo. Hoy lo instalan aún más lejos, en una zona de “reciente
construcción”, verdaderamente a las afueras.
Actualmente ese mercadillo, como casi todos los
que se levantan por los pueblos de esta tierra, no tienen nada que ver con
aquel de mi infancia. Mientras en el de mi recuerdo infantil se mezclaban
puestos con mercancías variadas, ropas, zapatos, cacharrería, alimentación y un
no muy largo, pero sí diverso, catálogo de productos, en los actuales la oferta
de género es muy limitada: ropa, ropa y ropa, incluidos zapatos; pero prácticamente
todo para mujer, para nosotros muy poco, pero no me importa, hago poco gasto. También,
algo de tejidos para el hogar, cortinas y cosas así, y puestos puntuales de
otras cosillas. Bah, cosas sin interés que no aparecen en la lista de la compra
de quien esto escribe.
A lo que iba al principio, repito, no me gustan
los mercadillos. Pues a la monótona y escasa oferta de productos a la venta hay
que añadir dos componentes más por los que siento un irrenunciable rechazo: hay
muchísima gente, mucha, apenas se puede caminar, no es agradable el continuo
roce, el choque involuntario, perdón señora, disculpe, una y otra vez. A lo que
hay que añadir el calor, que, aunque se trate de fecha invernales siempre lo hará
—en verano ni os cuento—; la proximidad de los cuerpos, el roce que decía
antes, el ambiente opresivo, todo ello sumado hará que mi estancia allí me resulte
agobiante. Un fastidio de situación.
Pero queda un último elemento que añadir al
asunto, que tres son tres los motivos que suelo esgrimir para eludir las
visitas a esos lugares, y es el ruido, mucho ruido, un murmullo constante,
general, de decenas de decibelios, alterado a ratos por alguna voz estridente
que a veces habla por teléfono —ni que me importara algo su conversación, pues
hable bajo, criatura—. Y de vez en cuando, antes incluso, en el tránsito entre
un puesto y otro, una voz destaca sobre todo el colectivo de visitantes, es la
del vendedor o la vendedora, que ofrecen su mercancía a voz en grito, de manera
repetida, estridente, a intervalos cortos de tiempo, molestísimamente.
Sin embargo, un martes
de este mes, que es cuando se monta el mercadillo en el lugar donde temporalmente
resido, y cuando todo transcurría con la incomodidad que esos lugares me
producen, vi alterada la normalidad con la voz de un tendero que ofrecía
exclusivamente vestidos de mujer, coloridos, frescos, amplios, aptos para el
verano y el calor. El buen hombre voceaba a su público frases ocurrentes,
originales, destinadas a todas sus potenciales clientas pero que a veces parecía
dirigir a alguna señora en concreto al otro lado del tenderete. Capté dos que
me gustaron, y mucho:
—
¡Venga, venga, que mis blusones os hacen guapas!
Y la mejor:
— Anda, pruébatelo, que a
ti te resalta.
Pues
nada, que el tipo me reconcilió con los mercadillos, pero sólo el rato que
permanecí por allí, que ya fue bastante.
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