domingo, 8 de enero de 2023

Váyase usted a la mierda y va muy bien servido.

De vez en cuando me viene, siempre en el contexto de alguna conversación, alguna frase que inmediatamente antes de pronunciarla atribuyo a mi madre. Vengo observando esto, decir la frase y anteceder la muletilla, desde hace no mucho tiempo, y me ha dado pie a, ¿por qué no?, dejarlas aquí, en estas mis tardes de solano. Qué mejor sitio que éste, que nació y casi dedico por completo a relacionar recuerdos que me niego a olvidar, como un archivo siempre dispuesto a ser consultado y, más aún, para cuando la que está sobre los hombros comience a fallar.
No son muchas las frases que tengo por ahí anotadas, seguro que con el tiempo surgen más. Por ahora las que más me interesan son las que directamente estaban dedicadas a mí —y aún lo están, su vigencia es eterna—, yo diría que las emitía contra mí, porque algunas de ellas tienen su componente de reprimenda, por decirlo de una manera suave. Así que, ya puestos en riñas y disgustos, vamos por la que más repito y que en numerosas ocasiones también he usado con otros, incluidos mis vástagos.

«Váyase usted a la mierda y va muy bien servido»

Poco que añadir a la frasecita, es clara y meridiana, se entiende toda. Lo que no quita que algo hay que añadir, que para eso he creado este blog, y hay que rellenar páginas.
Partimos de un estado de enfado, sabe Dios cómo la llevaría a ello. La cuestión es que la mujer debía estar hasta el gorro de mí, así que me enviaba al lugar que, dadas las circunstancias, merecía ir: la mierda.
Pero tenía su estilo, tanto que, olvidaba mi condición de menor de edad y con todo el respeto del mundo se dirigía a mí hablándome de usted. Siempre le agradecí el tratamiento.
Pero no se quedaba ahí, añadía una segunda parte que es auténticamente maravillosa, la cuantificación de la bronca, ni más ni menos, me daba la medida exacta y suficiente.
Con diez palabras te hacía ver qué era lo que de verdad te merecías, no te daba otra cosa ni te mandaba a otro lugar, no era un «déjame tranquila». Era la expresión más tajante que se le podía escuchar, y al oírla sabías, sin dudar, que estaba enfadada de verdad. No había opción a la réplica.
Yo, entonces, me iba, hacía mutis por el foro, generalmente a la calle o si aún no estaba en edad de ello, al doblao. Pasado un rato volvías, te encontrabas con ella, cruzabas unas palabras, las justas, y pasado un tiempo la anterior realidad se había disuelto en el aire.
Bueno, a decir verdad, estas situaciones se daban en enfados, digamos que suaves, cuando me ponía algo insoportable. Porque cuando el enfado era de nivel 10 sobre la conocida escala de Richter, entonces no había frases dichas con la cortesía de la de más arriba.

Los macarrones de Encarna

Nunca he sabido por qué mi madre jamás cocinó pasta.
Cuando un servidor, ya mayorcito, casado y con casa propia, recibía a mis padres durante algunos días, procuraba hacer platos de pasta un par de veces como mínimo. A mi madre le encantaba, a mi padre le daba lo mismo, comiera lo que comiera no decía nada, ni halagaba ni protestaba, simplemente se lo comía.

Sin embargo, ella no, ella agradecía que le cocinara esos platos, y también otros. Le agradaba ver cómo yo me movía y trasteaba en la cocina, le satisfacía el resultado y así me lo hacía saber. En más de una ocasión me preguntó cómo había llegado a aprender, quién me había enseñado; porque

ella no había sido, nunca se preocupó de ello.

Se podría decir que yo me ejercité en la cocina por necesidad y a impulsos. Una obligación a la que me llevaron los años de estudiante universitario —cocinar en casa salía más barato que comer en bares y restaurantes, por asequibles que estos fueran—. A lo que hay que añadir el deseo de no repetir menús, lo que estimulaba al aprendizaje, consultando a compañeros en la misma situación, a la novia y, alguna vez, cómo no, a mi madre.

No obstante, en lo relacionado con la pasta tengo una referencia clara, que se remonta a una época remota, un entre paréntesis, por clasificarlo de alguna manera; un período imposible de olvidar, como la mili, pero que una vez terminado, sus protagonistas son desplazados a un abandono mental que se prolonga largo en el tiempo.

La época lejana se sitúa en Madrid y en casa de unos parientes de mi madre —Luis, su primo y Encarna su mujer, además de sus hijos—, en la que residí una temporada mientras realizaba un asunto que me llevó a la capital y que no llegó a buen término. Dejo para otra ocasión lo sucedido, y sus circunstancias, en ese trecho de mi vida, y me remito expresamente al tema de la pasta.

Pues en aquella casa comí por primera vez unos macarrones que eran mucho más que decentes —por calificar de alguna manera los que hasta entonces había comido—. La experiencia se repetía semanalmente, creo que los miércoles. Tal era el gusto que le tomé al asunto que, pasados un par de meses, cuando decidí marcharme de allí para residir en una pensión en el centro de la ciudad, decidí regresar ese día de cada semana para así seguir degustando aquel plato.

Desde entonces he cocido la pasta y la he mezclado, con el acompañamiento que fuese, tal y como lo hacía Encarna. Y como el acompañamiento que ella hacía era elemental, a la vez que magnífico, lo tomé como básico. Así que una de cada tres o cuatro veces que cocino pasta, sigo escrupulosamente su receta con la seguridad de que el resultado será excelente.


El asunto viene a ser algo así:

Cazuela con abundante agua al fuego; cuando rompa a cocer ésta, puñadito de sal y dejar que hierva del todo.

Añadir los macarrones —porque Encarna siempre cocinaba macarrones— en la cantidad que el número de comensales requiera, y que estará bien entre 60 y 80 gramos por persona. La temperatura del agua descenderá, removeremos hasta que vuelva a subir el agua hirviendo, y entonces bajaremos algo el fuego, pero no mucho.

Te preguntarás, ¿cuánto tiempo deben estar cociendo la pasta?, pues lo que diga el envase parece lo lógico. Pero más lógico es probar un macarrón a los ocho o diez minutos y comprobar su dureza; y repetir hasta cerciorarse que está al dente, que dicen los redichos. No pasarse de ahí ni un segundo; en ese momento apartar del fuego. Instantes después, escurrir y no enjuagar la pasta, muy importante esto último.

Y vamos con el acompañamiento:

Una simple salsa de tomate —entiéndase tomate frito— a la que se agregarán unas latitas de atún en aceite, una por cada dos comensales; y ya está, por ahora.

Mientras hacemos la salsa se pueden ir cociendo unos huevos, uno por persona.

En la cazuela incorporamos la pasta, sin agua, y la devolvemos a un fuego medio. Espolvoreamos orégano y removemos. A continuación, añadimos la salsa y seguimos removiendo. Y por último queso rallado al gusto. Lo integraremos todo hasta que el queso se funda en el conjunto.

Ahora toca servir: en cada plato una buena ración y un huevo cocido, picado; Se adornará con unas aceitunas sin hueso, verdes o negras, sin discriminaciones.


Sencillo, ¿verdad?