
Casi repito la instantánea anterior, muy parecida ¿verdad?; en parte por algunos de los personajes que ahí aparecemos y también por la situación, que es muy semejante: día en el campo y grupo familiar. Pero voy a lo segundo, situémonos en la geografía y en el tiempo, principalmente.
Estamos nuevamente en el Badén del Zújar, territorio que a partir de esa época sería decorado importantísimo e imprescindible en mi vida, y en la de muchos de los míos. El lugar es fácil de reconocer, apenas una línea en el horizonte, allí a la derecha, me está indicando el cerro de Tamborríos, tan lejano e imponente entonces, tramoya imprescindible en el teatrito dominical de mi infancia; tan accesible después. A la izquierda, tras la edificación y sobre su cumbrera, sobresale el eucalipto que, junto a la carretera, seguiría creciendo a la par que nosotros y sombreándonos apaciblemente las tertulias al atardecer.
El lugar exacto que pisamos era un terreno perteneciente al Sr. José el Cerecito, apodo que simplemente resultaba de disminuir su apellido, que era Cerezo. También la casa que ahí vemos era suya, y detrás de ella continuaba su propiedad en una extensión de algo más de mil metros cuadrados; fue esta última superficie la que aquel señor vendió a mi familia, no sé a quién en concreto, seguramente a mi abuelo.
Siempre que veo esta foto la asocio al tiempo en que, es probable, se adquiriera aquella parcela. Y creo recordar —realidad, imaginación— parte de una conversación entre mis padres sobre aquello:
Sigamos con la foto, ahora con la cronología. No ando fino para situarla en el tiempo, si a finales del verano o ya en otoño, la luz da apariencia de día soleado. Me inclino más por lo segundo, hay mucha ropa con manga larga. Otro dato, aparte de la apariencia física de algunos, entre ella la mía, me hace decidirme por ese tiempo que principia el otoño. Miro a mi tía Mª Ángeles, de pie en el centro de la foto, vestida casi hasta más abajo de las rodillas con ropa holgada que delata un embarazo evidente; a su lado está su hijo Arturo, aún un renacuajo, por lo que es fácil deducir que un segundo hijo estaba en camino. Un segundo hijo que fue hija, mi prima Mª José, nacida en enero de 1963. A tenor de esta referencia afirmo que sí, finales de verano, principios de otoño de 1962, el mes exacto no lo sé. Tampoco es tan importante.
Sí lo son en cambio quienes ahí aparecemos, aunque la identidad de algunos se me escapa, concretamente la del señor del sombrero de la izquierda y la señora con niño sentada en el suelo a los pies del primero; me suena que son matrimonio. Pero el resto sí son perfectamente recordables; salvo error u omisión, y siguiendo de izquierda a derecha, son los siguientes:
A continuación del señor desconocido del sombrero está mi padre, al que ya presenté anteriormente, aquí de cuerpo entero, por lo que se podrá apreciar que de estatura andaba corto —apenas siendo yo adolescente le superaría en alzada—, y su calvicie era evidente; circunstancia ésta última que mi genética obvió siendo en ello heredero mi hermano.
Junto a mi padre se encuentran la prima Ángela y su marido Ponce —nunca supe su nombre, ése debió de ser su apellido, pero es que todo el mundo lo llamaba así—, ambos con gafas oscuras. Ella era prima de mi padre y nunca supe a ciencia cierta si por parte de madre o de padre; si he de aventurarme por algo diré que de madre, pues tenían casa y residían periódicamente en La Coronada, lugar de origen de mi abuela. Tuvieron dos hijos, gemelos, Ino —¿Inocencio o Inocente?— y Rafael pero a los que todos nos referíamos como los Mellis, y en la familia siempre tuvieron el tratamiento de primos por parte de todos. Los Mellis están situados, en la foto, encima de mi padre uno y el otro, del suyo; sin distinguir ahora ni entonces, ni nunca, quién era uno u otro. Entre ambos estoy yo, todavía menudo, cuatro años de vida; me cubre la cabeza una gorrita de paja, heredada de mi hermano, a quien ya le quedaba pequeña —casi todo lo que le iba quedando pequeño, si su estado lo permitía, era heredado por un servidor: privilegio o desventaja del menor, tómenlo cómo quieran—.
Sigue a la derecha, de pie, mi tía Mª Ángeles, embarazada como antes dije, que sujeta ligeramente el sombrero que lleva puesto su hijo Arturo, el Guingui. A su lado está su madre, que falleció cuando yo era pequeño, apenas si la recuerdo. Debió de ser por ella por quien recibió mi prima Mª José su nombre, que realmente no se llama así sino Mª Josefa, más castizo y rotundo.
Justo encima de mi tía está mi primo Arturo, al que ya se le llamaba el Mayor y por dos razones: porque era el mayor de los nietos del abuelo y porque de los tres Arturos que ya había entre esos nietos, él era el de mayor edad. Lástima que la foto sea en blanco y negro, al igual que la instantánea anterior (1961, abril), y no podamos apreciar la claridad de sus ojos, caso único en la familia, me parece. Igualmente, al estar en un plano tan alejado no es posible distinguir otro rasgo que siempre le distinguió, las orejillas algo desabrochadas que ahora me hacen sonreír.
Continuamos abajo, pie a tierra. La madre de mi tía se apoya, o simplemente posa sus manos, en la que me parece mi prima May, de nombre Margarita, pero se ve que había que abreviar y para los restos así sería nombrada. Prácticamente todos tuvimos apocopado nuestro nombre, con mayor o menor ingenio, sin que hasta la fecha se haya sabido quien los iba asignando.
Sigue mi abuelo, que como se ve aún permanece sentado desde la foto anterior con la boina inamovible. Pero sin chaqueta que ha salido el sol y debe calentar. La chaqueta parece sostenérsela mi madre, que es la que cierra por la derecha la fila de personajes. Lleva ese día un pañuelo al cuello, algo normalizado de toda la vida para un día de campo; y los llevó mucho, fue prenda que utilizó con frecuencia, casi con asiduidad —algunos de los que tuvo se los regaló un servidor—. Sigue sonriente, parece su estado natural, y aunque la calidad de la fotografía no es óptima sí es lo suficiente como para que se pueda distinguir su pelo negro y espeso. Atributos que heredó el que ésto escribe, que durante toda mi vida llevo luciendo un pelazo de los de derrochar envidia, si bien no tan rizado como el de ella.
Vuelvo arriba, a la izquierda de Arturo el Mayor, derecha en la foto. Ese muchachillo tan derecho y tan serio es mi primo Eduardo, Edu, hermano de May, la de las trenzas y el cintillo en el pelo. Ahí el chiquillo está serio, como casi siempre aparentando gravedad en su rostro. Pero estoy seguro que invariablemente fue eso, fachada, porque si alguno de los primos destacó por su humor ligeramente burlón, ése fue él.
El siguiente es mi hermano, del que por decir hoy algo, y siguiendo con el tema de los motes familiares, hemos de recordar que él fue Chiqui desde el momento en que nació y era el menor de los primos. La llegada sucesiva de otros hizo que ese alias quedara obsoleto.
Termino. El señor de la derecha que mira fijo a la cámara —ahora me doy cuenta que todos miramos a la cámara, atentos al momento que estamos viviendo, nadie permanece ajeno— es mi tío Rufino, hermano mayor de mi padre y a su vez padre de May y de Edu. Le observo bastante más joven a como está en mi recuerdo. A diferencia de otras personas que en la memoria cambian según el momento de la vida que se evoque, mi tío Rufino será siempre mayor que en esa foto, y más moreno, y sus rasgos más pronunciados.