domingo, 23 de diciembre de 2018

1962, otoño

1962, otoño


Casi repito la instantánea anterior, muy parecida ¿verdad?; en parte por algunos de los personajes que ahí aparecemos y también por la situación, que es muy semejante: día en el campo y grupo familiar. Pero voy a lo segundo, situémonos en la geografía y en el tiempo, principalmente.
Estamos nuevamente en el Badén del Zújar, territorio que a partir de esa época sería decorado importantísimo e imprescindible en mi vida, y en la de muchos de los míos. El lugar es fácil de reconocer, apenas una línea en el horizonte, allí a la derecha, me está indicando el cerro de Tamborríos, tan lejano e imponente entonces, tramoya imprescindible en el teatrito dominical de mi infancia; tan accesible después. A la izquierda, tras la edificación y sobre su cumbrera, sobresale el eucalipto que, junto a la carretera, seguiría creciendo a la par que nosotros y sombreándonos apaciblemente las tertulias al atardecer.
El lugar exacto que pisamos era un terreno perteneciente al Sr. José el Cerecito, apodo que simplemente resultaba de disminuir su apellido, que era Cerezo. También la casa que ahí vemos era suya, y detrás de ella continuaba su propiedad en una extensión de algo más de mil metros cuadrados; fue esta última superficie la que aquel señor vendió a mi familia, no sé a quién en concreto, seguramente a mi abuelo.
Siempre que veo esta foto la asocio al tiempo en que, es probable, se adquiriera aquella parcela. Y creo recordar —realidad, imaginación— parte de una conversación entre mis padres sobre aquello: 
¿recuerdas, Consuelo, la finquilla del Cerecito donde estuvimos el otro día?, pues la parte que da al río, se la hemos comprado.

Nota incisiva relativa a esas cosas que no me gustaría olvidar nunca:
La cuestión es que cuando se tomó posesión de la nueva propiedad se procedió a su vallado utilizando viguetas de simple T y pequeño formato que, colocadas en una postura muy simple, la hacían tan original como permeable. Y en un alarde de desconocimiento o vaya usted a saber, alguien tuvo la infeliz idea de no hacer coincidir la superficie comprada con la vallada, quedando ésta última en inferioridad métrica con respecto a la primera, con lo que durante las dos siguientes décadas estuvimos disfrutando de un dominio menor del que realmente éramos propietarios. Digo yo que cosas como ésta, que con toda seguridad fueron muchas, nos abocarían al resultado que años después nos tocó vivir.

Sigamos con la foto, ahora con la cronología. No ando fino para situarla en el tiempo, si a finales del verano o ya en otoño, la luz da apariencia de día soleado. Me inclino más por lo segundo, hay mucha ropa con manga larga. Otro dato, aparte de la apariencia física de algunos, entre ella la mía, me hace decidirme por ese tiempo que principia el otoño. Miro a mi tía Mª Ángeles, de pie en el centro de la foto, vestida casi hasta más abajo de las rodillas con ropa holgada que delata un embarazo evidente; a su lado está su hijo Arturo, aún un renacuajo, por lo que es fácil deducir que un segundo hijo estaba en camino. Un segundo hijo que fue hija, mi prima Mª José, nacida en enero de 1963. A tenor de esta referencia afirmo que sí, finales de verano, principios de otoño de 1962, el mes exacto no lo sé. Tampoco es tan importante.
Sí lo son en cambio quienes ahí aparecemos, aunque la identidad de algunos se me escapa, concretamente la del señor del sombrero de la izquierda y la señora con niño sentada en el suelo a los pies del primero; me suena que son matrimonio. Pero el resto sí son perfectamente recordables; salvo error u omisión, y siguiendo de izquierda a derecha, son los siguientes:
A continuación del señor desconocido del sombrero está mi padre, al que ya presenté anteriormente, aquí de cuerpo entero, por lo que se podrá apreciar que de estatura andaba corto —apenas siendo yo adolescente le superaría en alzada—, y su calvicie era evidente; circunstancia ésta última que mi genética obvió siendo en ello heredero mi hermano.
Junto a mi padre se encuentran la prima Ángela y su marido Ponce —nunca supe su nombre, ése debió de ser su apellido, pero es que todo el mundo lo llamaba así—, ambos con gafas oscuras. Ella era prima de mi padre y nunca supe a ciencia cierta si por parte de madre o de padre; si he de aventurarme por algo diré que de madre, pues tenían casa y residían periódicamente en La Coronada, lugar de origen de mi abuela. Tuvieron dos hijos, gemelos, Ino —¿Inocencio o Inocente?— y Rafael pero a los que todos nos referíamos como los Mellis, y en la familia siempre tuvieron el tratamiento de primos por parte de todos. Los Mellis están situados, en la foto, encima de mi padre uno y el otro, del suyo; sin distinguir ahora ni entonces, ni nunca, quién era uno u otro. Entre ambos estoy yo, todavía menudo, cuatro años de vida; me cubre la cabeza una gorrita de paja, heredada de mi hermano, a quien ya le quedaba pequeña —casi todo lo que le iba quedando pequeño, si su estado lo permitía, era heredado por un servidor: privilegio o desventaja del menor, tómenlo cómo quieran—.
Sigue a la derecha, de pie, mi tía Mª Ángeles, embarazada como antes dije, que sujeta ligeramente el sombrero que lleva puesto su hijo Arturo, el Guingui. A su lado está su madre, que falleció cuando yo era pequeño, apenas si la recuerdo. Debió de ser por ella por quien recibió mi prima Mª José su nombre, que realmente no se llama así sino Mª Josefa, más castizo y rotundo.
Justo encima de mi tía está mi primo Arturo, al que ya se le llamaba el Mayor y por dos razones: porque era el mayor de los nietos del abuelo y porque de los tres Arturos que ya había entre esos nietos, él era el de mayor edad. Lástima que la foto sea en blanco y negro, al igual que la instantánea anterior (1961, abril), y no podamos apreciar la claridad de sus ojos, caso único en la familia, me parece. Igualmente, al estar en un plano tan alejado no es posible distinguir otro rasgo que siempre le distinguió, las orejillas algo desabrochadas que ahora me hacen sonreír.
Continuamos abajo, pie a tierra. La madre de mi tía se apoya, o simplemente posa sus manos, en la que me parece mi prima May, de nombre Margarita, pero se ve que había que abreviar y para los restos así sería nombrada. Prácticamente todos tuvimos apocopado nuestro nombre, con mayor o menor ingenio, sin que hasta la fecha se haya sabido quien los iba asignando.
Sigue mi abuelo, que como se ve aún permanece sentado desde la foto anterior con la boina inamovible. Pero sin chaqueta que ha salido el sol y debe calentar. La chaqueta parece sostenérsela mi madre, que es la que cierra por la derecha la fila de personajes. Lleva ese día un pañuelo al cuello, algo normalizado de toda la vida para un día de campo; y los llevó mucho, fue prenda que utilizó con frecuencia, casi con asiduidad —algunos de los que tuvo se los regaló un servidor—. Sigue sonriente, parece su estado natural, y aunque la calidad de la fotografía no es óptima sí es lo suficiente como para que se pueda distinguir su pelo negro y espeso. Atributos que heredó el que ésto escribe, que durante toda mi vida llevo luciendo un pelazo de los de derrochar envidia, si bien no tan rizado como el de ella.
Vuelvo arriba, a la izquierda de Arturo el Mayor, derecha en la foto. Ese muchachillo tan derecho y tan serio es mi primo Eduardo, Edu, hermano de May, la de las trenzas y el cintillo en el pelo. Ahí el chiquillo está serio, como casi siempre aparentando gravedad en su rostro. Pero estoy seguro que invariablemente fue eso, fachada, porque si alguno de los primos destacó por su humor ligeramente burlón, ése fue él.
El siguiente es mi hermano, del que por decir hoy algo, y siguiendo con el tema de los motes familiares, hemos de recordar que él fue Chiqui desde el momento en que nació y era el menor de los primos. La llegada sucesiva de otros hizo que ese alias quedara obsoleto.
Termino. El señor de la derecha que mira fijo a la cámara —ahora me doy cuenta que todos miramos a la cámara, atentos al momento que estamos viviendo, nadie permanece ajeno— es mi tío Rufino, hermano mayor de mi padre y a su vez padre de May y de Edu. Le observo bastante más joven a como está en mi recuerdo. A diferencia de otras personas que en la memoria cambian según el momento de la vida que se evoque, mi tío Rufino será siempre mayor que en esa foto, y más moreno, y sus rasgos más pronunciados. 
Nota final:
Los personajes de la parte superior están subidos en lo que era el remolque, vehículo que, tirado por un enorme mulo y un precioso caballo de capa entre marrón y rojiza, era utilizado para distribuir materiales desde el almacén de mi abuelo a las distintas obras en el pueblo. Es el mismo de la instantánea de 1961, abril.



domingo, 25 de noviembre de 2018

La Laureada de Alcántara

Leído por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.

 

Éste es el artículo de este señor, y de cualquier otro periodista, que más veces he releído. Y las veces que aún lo releeré.

 

 Patente de corso

Arturo Pérez-Reverte

 

La Laureada de Alcántara

 

XL Semanal 18/06/2012

 

 A veces se hace justicia, aunque sea tardía. Aunque sólo sirva para conmover las entrañas de los pocos que aún recuerdan. Es cierto que el ondear de banderas tiene algo de sospechoso, pues entre los pliegues de éstas, sin distinción de colores, suele esconderse mucho hijo de puta. Tampoco quienes conceden o reciben medallas son siempre de limpia ejecutoria. Pero a veces hay excepciones; momentos en los que las cosas se hacen como es debido. Y éste es uno de esos momentos. Noventa y un años después del desastre de Annual de 1921, donde 8.000 soldados españoles fueron exterminados por la estupidez de un rey, la venalidad de los políticos -nada hay nuevo bajo el sol-, la incompetencia de los generales y la desvergüenza de numerosos jefes y oficiales, el gobierno español ha concedido la Laureada de San Fernando, con carácter colectivo, al regimiento de caballería Alcántara, que se sacrificó casi en su totalidad para proteger la retirada de sus compañeros. La Laureada es la máxima condecoración militar española, y se obtiene por acciones extraordinarias en combate. Por aquella jornada, el jefe del regimiento recibió a título póstumo la Laureada individual; pero la tropa, como de costumbre, fue olvidada. Ninguno de los intentos posteriores por honrar su memoria tuvo éxito. Políticos y espadones de diversa ideología, desde el general Franco a la ministra Chacón, coincidieron en no querer remover aquello. Pero al fin, para satisfacción de los nietos y bisnietos de esos hombres, se repara la vergüenza. 

Carga del Alcántara 1921 —Augusto Ferrer Dalmau—.

Imaginen la escena: las harkas de moros sublevados por Abd el Krim acosan a la desorganizada columna que intenta escapar hacia Melilla abandonando a su suerte a heridos y enfermos. Aquello es una matanza inaudita, y millares de soldados abandonados por jefes y oficiales corren despavoridos, atormentados por la sed, intentando ponerse a salvo. En el camino de Dar Dríus a El Batel y Monte Arruit, la protección de la retaguardia de los fugitivos recae en un regimiento de caballería que todavía se encuentra intacto y bien mandado, el Alcántara nº 14. Su jefe es el teniente coronel Fernando Primo de Rivera, hermano del teniente general del mismo apellido, que en seguida comprende que se está pidiendo a sus 691 hombres que se dejen la piel por salvar a los compañeros. Pero no hay otra. Hace de tripas corazón, arenga a su gente, les dice que toca bailar con la más fea del Rif, y el regimiento, disciplinado y silencioso, se pone en marcha con sus escuadrones protegiendo los flancos y la retaguardia de la columna en retirada. A las cuatro de la tarde, aparte infinidad de escaramuzas parciales, los jinetes de Alcántara ya han tenido que dar su primera carga al galope contra una fuerte concentración enemiga. Pero es en el cruce del río Igán, que está seco y en torno al que se atrincheran miles de rifeños que hacen fuego graneado, donde la columna se arriesga a quedar cercada. Entonces, el teniente coronel les toca a sus hombres la única fibra que a esas alturas, con semejante panorama, cree que puede funcionar: «Si no lo hacemos, vuestras madres, vuestras mujeres, vuestras novias, dirán que somos unos cobardes. Vamos a demostrar que no lo somos».Y no lo fueron. Siete veces cargó Alcántara monte arriba y sable en mano, reagrupándose tras cada carga, cada vez menos hombres, más heridos, exhaustos y sedientos jinetes y caballos, una y otra vez bajo la granizada de balas enemigas, entre las zarzas y parapetos rifeños, tan diezmados y agotados al final que la última carga, octava del día, hubo que darla con los caballos al paso, pues ya no podían ni trotar; y aún después se continuó ladera arriba, a pie, combatiendo al arma blanca. Cargaron los soldados, y también el joven trompeta de quince años que llevaba el cornetín de órdenes. Y cuando a la quinta o sexta carga ya no hubo hombres suficientes para cerrar las filas, cargaron también, aunque nadie los obligaba a ello, los tres alféreces veterinarios, y el teniente médico, y hasta el capellán fue adelante con la tropa. Y cuando ya no quedó nadie a quien recurrir, cargaron también los catorce maestros herradores, y con ellos los trece chiquillos de catorce y quince años de la banda de música del regimiento; que, como el joven corneta de órdenes, murieron todos. Y al anochecer, cuando los supervivientes consiguieron llegar a la posición de El Batel, agotados, llenos de heridas, caminando entre las sombras con sus extenuados caballos cogidos de la brida, de los 691 hombres del regimiento sólo quedaban 67. Desde luego, aquel 23 de julio de 1921 los del regimiento Alcántara cumplieron con su teniente coronel. A ellos, ninguna madre, mujer o novia los llamó cobardes.    

domingo, 18 de noviembre de 2018

1961, abril

 1961, abril

Esta es de las primeras fotografías grupales en las que aparezco, y presiento que a partir de ella serán muchas las que dejaré en estas instantáneas: excursiones al campo, la vida en el Badén y eventos familiares, bodas, bautizos y comuniones, a los que acudíamos casi todos los miembros de la familia de mi padre. De muchos de ellos hay recuerdos fotográficos que daré buena cuenta en estas Tardes de solano.

Tengo especial cariño a la foto de más arriba, y no sólo porque me vea en ella simpático y espontáneo con ese sombrero, excesivo a todas luces, que a saber de quién sería. En ella aparecen personas a las que quise mucho y aún quiero, esas a las que vas a querer toda vida, estés con ellas o no.

Y el cariño aquel se hace extensivo al lugar, que no es otro que el Badén del Zújar, al fondo el cerro de Tamborríos y detrás de nosotros el río. Un paraje que durante años fue escenario de domingos siempre luminosos, de apasionadas jornadas, de incansables juegos. El sitio en el que, como otra vez escribí, llegamos a sentirnos dueños del mundo, donde la felicidad estaba al alcance de la mano y sólo bastaba para conseguirla un baño en el río o un larguísimo paseo en bicicleta.

Ve a la foto Mánuel, ya sabemos dónde estáis, pero ¿quiénes son?

Empiezo por el centro, que quien en él está casi todo lo ocupa, y en aquella época, y desde siempre, era el eje afectivo de la familia. Se trata de mi abuelo Arturo, el único al que conocí, que al otro se lo llevó la guerra y a las dos abuelas la postguerra. Su aspecto no cambió a lo largo de mi vida —murió cuando yo tenía trece años—, o eso me pareció por entonces y aún lo sigo pensando: corta estatura, figura oronda, piel morena muy arrugada, cerraba la boca y ésta se convertía en una tenue sonrisa, siempre; y siempre la boina, dentro o fuera de casa, perfectamente horizontal, prolongación de su cuerpo, como el cigarro, Celtas largos, y el chaleco machado de su ceniza. No hace falta decir que nunca jugó ni paseó con nosotros, los nietos, ni nos entretuvo con cuentos ni nada por el estilo, que éramos muchos y supongo que ni los tiempos ni su manera de entenderlos le animaron a ello. No se lo reprocho, bastante tuvo con soportar nuestros juegos a su alrededor sin apenas reprendernos y a sabiendas por su parte, que alterábamos con frecuencia la apacible vida que le proporcionó su largo retiro.

Detrás de él, mi madre, a la que ya conocéis de la instantánea anterior. Está sonriendo, que ella era de mucho sonreír, y en situaciones como la de la foto más, porque siempre se sintió a gusto con la familia de mi padre. Me consta que fue buena amiga de sus cuñadas, más de las mujeres de mis tíos que de las hermanas de mi padre, que las primeras le correspondieron esa amistad en mucha más cantidad y calidad que las segundas.

A la derecha de mi madre, izquierda en la foto, mi tía Angelina, Geli para todos, la hermana menor de mi padre y esposa del señor que está en primer plano sentado al lado de mi abuelo. Se llamaba Manolo y murió joven. Hasta su muerte, ellos y sus hijos vivieron fuera de Villanueva. Ejerció su profesión, era practicante, en distintas poblaciones, El Valle de la Serena, Valencia del Ventoso y Fregenal de la Sierra, donde el corazón le dejó de funcionar justo un año después que a mi abuelo—. Venían a nuestro pueblo, que también era el de ellos, en vacaciones y a que mi tía pariera a tres de sus cuatro hijos. El mayor de ellos nació en el primer destino que tuvo que fue una aldea de pescadores gallega llamada Camelle.

Mi tía Geli mira sonriente al primero de sus hijos, el chavalín rubillo al que parece que estoy sujetando. Es mi primo Manolo —uno de los dos Manolos— que antes fue Manolito y mucho antes, por los tiempos de la foto, Tucho, que venía a ser el hipocorístico de su primer nombre, Fructuoso. Cuando su padre falleció y toda la familia se trasladó definitivamente a Villanueva, ya fue Manolito.

Es por él por lo que diría que estoy en condiciones de datar la foto, veréis: sé que mi primo nació en 1960, si lo buscáis en Google —Manuel López Gallego— lo encontraréis enseguida, él y sus libros se prodigan por la red, y en la imagen no debe tener más de un año, así que la excursión tuvo que ser en algún momento de 1961, seguramente en la Gira, que aquel año fue el 3 de abril, y la ropa que todos llevábamos puesta es propia de la fecha. Pongamos pues que yo tenía por entonces tres añitos. Pero vaya usted a saber.

El muchacho de la izquierda, gorra, pañuelo al cuello y gesto serio, es el mayor de los primos. Al igual que el abuelo, se llama Arturo, y siempre anduvieron los dos muy cerca pues desde pequeño, y no sé por qué razón ni acuerdo, fue a vivir con él y con mi tía Márgara, la hermana mayor de mi padre, que por entonces estaba soltera. A día de hoy continúa en ese mismo estado, la soltería de mi tía, me refiero.

A mi lado, y como escondido, está mi otro primo Arturo —por entonces había cinco varones en la familia con ese nombre—, que ya en aquel tiempo, y durante muchos años, todos le llamaríamos Guingui. Pero no trata de ocultarse, seguro, él no fue tímido, al contrario, nunca tuvo problemas de trato con nadie, y conmigo, jamás. A partir esta foto, o quizás antes, estuvimos muy próximos gran parte de nuestras vidas: de edad pareja, poco más de tres meses a mi favor nos separan, asistimos juntos al Colegio de las monjas de la calle La Palma, a la Escuela de El Cristo y después al Instituto Pedro de Valdivia. Y los domingos y fiestas de guardar, sin apenas fallar uno, a la casa del Badén. La elección de distintas carreras y universidades nos separó, y desde aquel momento nuestros encuentros han sido ocasionales, superficiales, lo que viene a ser un de vez en cuando.

Dejo para el final a la pareja situada a la derecha de la foto. Son los padres del Guingui, mi tío Víctor y su mujer, María Ángeles. Del primero no voy a decir nada que, casi todo lo que por él sentí y siento, lo dejé escrito en una página antigua de estas Tardes de Solano 

—http://tardesdesolano.blogspot.com/2014/09/como-tu-ninguno.html —.

Y de la segunda, que aún vive, solamente sabría escribir sobre su bondad, su simpatía, el atractivo que tanto le destacaba, y el cariño que siempre me transmitió y que yo procuro corresponder cada vez que la visito y, como ahora, con el recuerdo desde la distancia.

domingo, 21 de octubre de 2018

1960, mayo

 1960, mayo

En el viejo álbum en el que esta fotografía está pegada, y a su pie, figura la fecha de 31 de mayo de 1960.
Foto familiar más típica es imposible de encontrar: por los integrantes, que son una familia, en este caso la mía; por la composición, padres a los lados e hijos en el centro, como protegiendo los primeros a los segundos; por la pose, la actitud de cada uno, serios, muy formales; y por el lugar donde se hace la foto, el estudio de un fotógrafo. Parece una foto de aquellas que se hacían las familias numerosas para insertar en el documento que las acreditaba como tales, pero no lo es, que mi familia nunca pasó de dos hijos, así que jamás pudimos optar a los beneficios que aquella condición comportaban.
Me remito a las dos instantáneas anteriores y reclamo para ésta, también, la autoría de Francisco “el Sacristán”. Pero qué lejos de la verdad estoy, cuál no será mi sorpresa que, al mirar en el reverso veo, en una esquina y muy tenue, un sello ovalado que contiene el nombre del fotógrafo y su domicilio: Álvaro Uclés, Don Benito. Menudo chasco: ¿hasta Don Benito fuimos a hacernos el retrato?, ¿o Uclés tenía abierto estudio en Villanueva?
La de la izquierda, es mi madre, Consuelo. Había nacido en Villanueva en octubre de 1924, y ahí tenía treinta y cinco años. Está exactamente igual a como permanece en aquellos primeros recuerdos que de ella siempre he tenido y que aún mantengo, y que por ahí andan escritos. Ya le comenzaban a la mujer, a redondearse las formas que una vez fueron bastante más gráciles, a curvarse las facciones, a exteriorizar los cambios que su segundo embarazo le debió producir. Porque uno mira fotos, con sólo mi hermano en el mundo, y ella mostraba aún las hechuras ligeras que lucía en otras fotos de un pasado anterior —así que debes asumir, chaval, que contigo llegó su cambio—. Otros rasgos son iguales a los que de siempre y para siempre tuvo: tez morena, pelo rizado muy poblado, mirada abierta y, muy a su pesar, sobria en sus arreglos y aderezos. Lleva un abrigo negro; creo que nunca la vi con otro color en esa prenda. En el resto de su ropa prevalecieron siempre tonos oscuros, como si de un luto eterno se tratara, una forma de ver la vida, un rescoldo que nunca se apagó.
A la derecha mi padre, Arturo, también nacido en nuestro pueblo, en enero de 1926 por lo que, curiosamente era menor que mi madre —circunstancia que siempre me llamó la atención, pues tuve la creencia, al creer que así todo el mundo lo debía creer, que el marido tenía que ser mayor que la esposa—. Al igual que ella, llegó a la madurez con una configuración de su cuerpo menuda, o sea que era un tipo delgado. Pero a diferencia de mi madre, la mantuvo toda su vida, siempre sería enjuto pero sin llegar a la escualidez. Y fue así, no porque fuera parco en el comer, sino porque nunca rehusó el movimiento, no fue la pereza pecado de su incumbencia. Porta un traje que supongo era el único que tenía —después no tuvo muchos más— y que, a tenor de lo poco que los usaba, debió durarle media vida. La corbata, juro que esa corbata se la he conocido; también debió de ser la única que entonces tuviera. En un proceso inverso a lo natural y pasados muchos años, heredó de un servidor más de una corbata. Y otras prendas también.
Junto a mi madre está mi hermano, delgadito, cara alargada —quién le ve y quien le verá algún tiempo después—, formal, prestando atención a las indicaciones del fotógrafo, las cuales con toda seguridad, seguirá a rajatabla. Las orejillas despuntando y la mirada claramente interesada, tratando de interesar. Viste, como no podía ser de otra manera, igual que yo; fácil recurso doméstico, económico y estético, eternamente utilizado en familias con hijos de edades cercanas. Si me aprieto un poco la memoria diría que esos pantaloncitos negros son de pana, pero de la que no tiene canutillos.
Y casi en el centro del conjunto y a un nivel inferior, un servidor, con algo más de dos añitos, pero a pesar de ello aún necesito que me aseguren: los dedos de la mano de mi padre con la que me sujeta, asoman tras mi brazo; y mi madre, ligeramente, me agarra la mano en un gesto de maternal protección. Yo, como los demás, miro a la cámara, que seguramente así lo había indicado el Sr. Uclés. Pero lo hago serio, aunque más que serio, parezco inexpresivo —al menos la boquita ya la cierro y no se cae el labio inferior—, ni un atisbo de sonrisa. Una moneda de dos euros por conocer el pensamiento de ese momento.
No me resigno a terminar sin insinuar la falta de precisión que tuvo mi madre en lo que a nuestros peinados, de mi hermano y mío, me refiero: corte del flequillo con pronunciada caída hacia uno de los lados, de lo que evidentemente no se percató y así nos dejó para la posteridad.

Nota final:
Dejo aquí el dato de que ella fue quien, en muchas ocasiones, nos cortó el pelo, alternándolo con el Sr. Gregorio —supongo que para igualar errores—. A mi padre se lo cortó ella toda la vida.

domingo, 7 de octubre de 2018

Natalia Ferraccioli

 

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.


EL RUIDO DE LA CALLE

NATALIA FERRACCIOLI

RAÚL DEL POZO, 17 SEP. 2018

 
/ULISES CULEBRO

Algunos lectores se han interesado por el motivo de mi ausencia en esta página. Con profunda melancolía les informo, ayudándome con el título de Faulkner: he estado al pie de la cama donde agonizaba Natalia, con la que llevaba 48 años casado. Murió a las seis de la mañana del 11 de septiembre en la habitación 309 de la clínica San Camilo. A ella le debo gran parte de lo que soy y lo poco que tengo. Durante cuatro años Natalia ha sido sometida a esa tortura medieval que la diálisis donde magníficos médicos la mantuvieron con vida y en los últimos días lucharon en la UCI. Dice el poeta que como un naufragio hacia dentro nos morimos, pero ella se fue con la elegancia con la que se comportó durante toda su vida. Sus últimas palabras fueron para preguntarme si había dado de comer a nuestra perrita Dana; luego, sonriendo y mirando mi ropa, como una dama romana a un celtíbero dijo: “Vas muy bien conjuntado”. Por último habló en italiano.

En los últimos siete años ha sido atacada por la cruel venganza del tiempo: cáncer de estómago, de mama y fallo renal. Hemos veraneado juntos a la sombra de nuestro granado y hemos visto cómo la enfermedad aniquilaba su belleza y deformaba su esqueleto. Su destrucción me recuerda a la de Isabel de Portugal, pintada por Tiziano que tanto asombró al duque de Gandía que, al verla muerta y desfigurada, con sus bellas formas borradas, ingresó en la Compañía de Jesús. La emperatriz se extinguió, no su bravura. Ordenó apagar los candelabros para que no vieran su cara deformada y cuando le recomendaron que gritara, contestó: “Me morir´, pero no gritaré”.

Alguien dijo que la ciencia no alarga la vida sino, sino la vejez y que prolongar la agonía es multiplicar la muerte, pero Natalia ha soportado con dulzura los últimos instantes y ha muerto una sola vez como los valientes. Estuve viendo cómo iba perdiendo la respiración y la conciencia y cómo se extinguía su bella luz, Los médicos que la han atendido —Ramón Delgado, Antonio Gómez Moreno y otros—, la han calificado de “enferma diez”. Se negó a salir de la sesión de diálisis en silla de ruedas, a que bajáramos la cama de su habitación a la planta baja cuando apenas podía andar. Disimulaba su dolor para no hacernos sufrir. Era una gran dama. Que nadie diga que los italianos fueron corriendo hasta Guadalajara. No he visto un ser tan valiente como Natalia Ferraccioli. Permaneció serena aunque oía, como Adrie, la mujer de Mientras agonizo, clavar y aserrar su caja.

sábado, 15 de septiembre de 2018

1959, febrero

1959, febrero

Aquí, el que suscribe tiene un año y un mes Han pasado doce meses desde la instantánea anterior y durante este tiempo al niño, o a los niños, no les han hecho ningún retrato. Lo que viene a confirmar aquello que yo escribía sobre la autoría de las fotos y las circunstancias en las que se hacían:



Una familia, una persona, unos amigos, deseaban tener un recuerdo de un momento concreto que tal vez estuviera marcando un hito en su vida; no disponían de cámara fotográfica y no les quedaba otro medio que recurrir a profesionales; entonces se concertaba la sesión y en el estudio del fotógrafo se realizaba el trabajo.
Pues eso debió ocurrir aquí. Mi hermano está a punto de cumplir cinco años y yo acabo de sobrepasar los dos añitos. Buen momento para ser inmortalizados. Así que mi madre nos viste lo mejor que puede y nos lleva al estudio de Francisco “el Sacristán” que nos hace esta preciosidad de fotografía. Mi enhorabuena Francisco.
Si hay que ser sincero, que debo serlo, he de decir que aquí el verdadero protagonista es Arturo, mi hermano. Yo, en cambio, estoy como de prestado, una figurilla decorativa sobre un extraño pedestal; incluso parece que sobro, en ese instante yo soy consciente de que sobro. Ése niño no está a lo que debería estar, mira a otro lado, como ausente, distraído, «ésto no va conmigo o es que no tengo conocimiento de qué va ésto»; y las piernas colgando, como fofas, y también los brazos. De todo un poco. Hasta el jerselillo —la RAE dice que el diminutivo de jersey es jerseicito, pero yo siempre he oído, y dicho, jerselillo cuando te refieres a un jersey pequeño— que llevo puesto está fuera de lugar. O lo veo ahora y no me gusta.
Esta fotografía estuvo enmarcada muchísimos años, casi toda la vida, sobre la mesita de una sala de mi casa; estancia que jamás se usó para otra cosa que no fuera exponer unos muebles que nunca se utilizaron. Me corrijo, con el tiempo, mi madre puso en esa sala una pequeña cama en la que ella dormía, con la ventana a la calle abierta, en las calurosísimas noches de verano.
Así que, retomando el tema, digamos que esta foto ha sido parte de mi memoria a fuerza de verla tantas veces. Y en tantas veces que la he visto, nunca había observado lo que ahora advierto: lo de mi mirada Dios sabrá adónde, mis piernecillas flojas al igual que mis manos al final de los brazos y el raro pedestal sobre el que, sentado, asemejo el muñeco de un ventrílocuo. Muñeco que parece manejar mi hermano que, como dije, es el auténtico protagonista, el personaje al que mira la cámara y a la que él mira, sabedor de que su presencia es el eje de la escena. Entonces va el tío y se recrea, mete la mano en el bolsillo y farda la pose, el cuello de la prenda interior va por fuera, informalizada la figura; lo que parece un gorra, sobre la cabeza, echada para atrás, determina que sí, que va de chulillo. Pienso mal e imagino que está a punto de darme un empujón, quita de aquí, chaval.
Para finalizar, observad cómo mira directamente a la cámara, tranquilo, seguro, diciendo lo que antes he dicho, que es él el centro de esta historia, y que está dispuesto a que así continúe —a lo largo de mi vida, he de confesar, que casi siempre pensé que lo seguía siendo—.
Realmente creo que me dio un empujón, pero eso no sale en la foto.

Nota final:
Por cierto, mi padre sí tuvo una cámara de fotos, concretamente una Kodak —por entonces, kodak era sinónimo de cámara— de fuelle y con el visor, muy pequeño, sobre el objetivo, por el que apenas si se veía lo que se trataba de fotografiar. Con ella hizo bastantes instantáneas cuando estaba soltero, con sus amigos o con mi madre, de novios. Muchas de aquellas fotos las rescaté de entre las cosas de mi madre y aún las conservo. Creo que estaría muy bien si las incluyera en esta tardesdesolano, veré cómo hacerlas un hueco.
Ahora, me pregunto por qué no siguió haciendo fotos, ¿por qué no hizo otras cosas distintas a su trabajo diario? Bueno sí, leía el periódico todos los días y las revistas que caían en sus manos; con frecuencia también libros, pero esto último ya de jubilado. Pero lo que viene llamándose un hobby, no; no le conocí otras aficiones que no fueran trastear en el doblao
.

domingo, 19 de agosto de 2018

1958, febrero

 1958, febrero

 






Ahí está el tío, un servidor, con un mes de vida. O al menos eso dejó escrito por detrás mi madre con su lenta caligrafía, forzadamente redondilla, producto de ausencias escolares y del deseo vital que siempre tuvo de no descuidar el conocimiento adquirido. En el reverso de la foto se lee, escuetamente, «8 de febrero de 1958».

Pues eso, un mes de calendario, treinta días en este mundo que había que celebrar de alguna manera y qué menos que vestir a la criatura con sus mejores galas: blondas, lazos, y un gorrito de lana, que era febrero y debía hacer frío.



Porque había nacido el que ésto escribe justo un mes antes de la foto: el ocho de enero de mil novecientos cincuenta y ocho, en pleno y frío invierno. Nací, como casi todo el mundo en aquellos años y más en los pueblos, en la que era la casa de mis padres y luego fue mía durante muchos años —aún la sigo nombrando como mi casa—. Por su pasillo debían pulular en esa mañana familiares y alguna vecina, expectantes todos por la venida de un nuevo miembro a la comunidad y deseosos, a la vez, de que esa llegada sucediera sin tropiezos. Como la historia se ha encargado de confirmar, todo fue bien, bastante bien, ahí está la foto y aquí estoy yo, sesenta años después para ratificarlo.

Mi tío Luis, que no era tío mío sino de mi madre, y que no se llamaba Luis sino Ángel, fue uno de los privilegiados que asistió a mi nacimiento. Él y su mujer vivían en Madrid, pero decidieron trasladarse al pueblo para estar presentes en la ocasión, acompañar a su sobrina en tan relevante acontecimiento y ser de los primeros en conocerme —me consta que era mucho el cariño que sentía por mi madre y no menos el que a partir de aquel día a mí me mostró—.
Él me contó muchas veces, con su voz grave y antigua, como su caligrafía, y con la pasión y desmesura con que todo lo expresaba, el instante de mi nacimiento, que en resumen fue algo así:
«Yo estaba haciendo café en una hornilla y, mientras, tu madre fue a por churros. Cuando volvió, ya habías nacido tú.»
La verdad debió ser muy distinta porque no es normal que las personas nazcan así. Lo que no quita que, durante años, un servidor creyera esa versión a pies juntillas.
Arreglo al niño y venga, que le hagan una foto, un retrato, que con eso se celebraban aniversarios y onomásticas. Después, supongo, café o chocolate con perrunillas y pare usted de contar; que seguro, por entonces, ni se había inventado la palabra dispendio. Pero primero vayamos a la fotografía, que aún no me la han hecho.
He de pensar, no se me comunicó nunca el dato, que la foto debió hacerla Francisco “el Sacristán”. Francisco Horrillo Lozano, era así su nombre completo, que no creo que mucha gente lo supiera; yo mismo, he acudido a la red de redes buscándolo, y por suerte lo he encontrado. Parecía que se me quedaba cojo el relato si no escribía su nombre completo.
En Villanueva hubo, por aquella época, algunos fotógrafos más, pero yo sólo recuerdo, además de Francisco, a Juan Emilio, del que me da el pálpito que aparecerá en alguna otra ocasión en estas Instantáneas, pero igualmente me da que no fue quien me hizo la foto con la que inauguro estas entradas en mis Tardes de solano. Así que lo dejo a un lado, pero sin acritud, amablemente.
Fue Francisco, con toda seguridad, el autor. Porque conociendo a mi madre y sus buenas relaciones con la Iglesia, no la veo yo requiriendo los servicios de Juan Emilio, personaje más cuestionado por la sociedad del momento. No, nunca recurrió a éste último, pues para estas fotos protocolarias, que hay algunas más en nuestras vidas, siempre fue “el Sacristán” quien las hizo. Además estaba la comodidad que el profesional ofrecía, pues solía ir a las casas de los clientes a realizar los encargos. Llegado ese momento, mi madre nos vestía acorde con el resultado que buscaba, posábamos un par de minutos, el fotógrafo no hacía más de tres o cuatro clicks —la economía de la época aplicada al trabajo—, y a los pocos días el cliente se pasaba por su estudio a recoger el encargo. O por la sacristía de la parroquia de la Asunción, pues Francisco tenía la atención, con el público que frecuentaba la iglesia y que por entonces debía de ser todo el mundo, de llevar allí las fotografías realizadas y hacer así más fácil la vida al cliente.
En la foto tengo un mes de vida, y es evidente que alguien me sostiene para mantenerme erguido. Debió ser mi madre, que no imagino a mi padre en menesteres de esos. Parece que estoy sentado, una mano debe sujetarme por detrás y es indudable que, con disimulo, otra bajo mi ropa impecablemente blanca, lo hace por delante. Pero así y todo, la inestabilidad es clara, tanto que hasta se me aprecia un movimiento que queda evidenciado por el borrón que es mi mano derecha, la izquierda para ti que estás leyendo esto. Justo me he movido en el momento que Francisco dispara su cámara —siempre dando la nota Mánuel, y las que te quedaban por dar durante toda tu vida—.
Se me ve tranquilo, aunque tal vez un poco alerta por lo que alrededor debe de estar sucediendo. Lo denota mi mirada tan clara y limpia —no debí haber llorado durante todo el procedimiento—; los ojos están muy abiertos, como creo que siempre han estado: atentos, intentando evitar que se me escapara el entorno, abarcando ahí toda la estancia y sus ocupantes, y después, en la vida, toda la calle de un vistazo y desde lejos.
La boca entreabierta, el labio inferior ligeramente descolgado y el superior apuntando ya a lo que con el tiempo sería, un labio ausente. Así que cuando tuve decisión para ciertos actos, me permití lucir bigote, cuando no barba, para así disimular la escasez del morrillo de arriba.

Termino.
Observo que ya no tengo aquellos ojos tan redondos y abiertos, si bien procuro seguir manteniendo la vista atenta. Pero, ¡ah!, sigo conservando la misma nariz porruílla de entonces.

domingo, 15 de julio de 2018

Mi alma tiene prisa

Leído por ahí, pero no recuerdo dónde:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.





MI ALMA TIENE PRISA

“Conté mis años y descubrí que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el que viví hasta ahora.
Me siento como aquel niño que ganó un paquete de dulces; los primeros los comió con agrado, pero, cuando percibió que quedaban pocos, comenzó a saborearlos profundamente.
Ya no tengo tiempo para reuniones interminables donde se discuten estatutos, normas, procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada.
Ya no tengo tiempo para soportar a personas absurdas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.
Mi tiempo es escaso como para discutir títulos. Quiero la esencia, mi alma tiene prisa… Sin muchos dulces en el paquete…
Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana. Que sepa reír de sus errores. Que no se envanezca, con sus triunfos. Que no se considere electa antes de la hora. Que no huya de sus responsabilidades. Que defienda la dignidad humana. Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez.
Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena.
Quiero rodearme de gente, que sepa tocar el corazón de las personas… Gente a quien los golpes duros de la vida, le enseñaron a crecer con toques suaves en el alma.
Sí…, tengo prisa…, tengo prisa por vivir con la intensidad que sólo la madurez puede dar.
Pretendo no desperdiciar parte alguna de los dulces que me quedan… Estoy seguro que serán más exquisitos que los que hasta ahora he comido.
Mi meta es llegar al final satisfecho y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia.
Tenemos dos vidas y la segunda comienza cuando te das cuenta que sólo tienes una”.


MARIO RAUL DE MORAIS ANDRADE (São Paulo, 9 de octubre de 1893 - 25 de febrero de 1945).
poeta, novelista, ensayista, y musicólogo brasileño.


sábado, 12 de mayo de 2018

Patria... (de Fernando Aramburu)

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.



Patria... (de Fernando Aramburu)
Santiago Barba Vera
12-octubre-2016

El silencio cómplice de una sociedad enferma. El silencio para no opinar.
El silencio complaciente de los políticos que miraban a otro lado.
El silencio elocuente de los ciudadanos que decían “algo habrá hecho” o “eso no va conmigo” para crearse un respaldo moral.
La participación de parte de la Iglesia con el silencio del resto.
El ruido del Obispo que sabía y entendía.
La presión de una sociedad rural que empujaba a sus miembros al gregarismo salvaje para entrar en ETA.
La presión de una sociedad urbana acomplejada con “no llevar la contraria, no significarse y no arriesgarse”.
Las conversaciones entre amigos, compañeros o vecinos que esquivaban los asuntos sobre terrorismo, extorsion y amenazas.

Patria es un gran libro que describe magistralmente lo que hemos vivido en Euskadi durante 40 años (lo seguimos viviendo?). La presión que había en las calles para no ver, para no hablar, para mirar a otro lado.

A finales del siglo XX hasta la policia interrogaba a testigos de atentados lejos de las vigiladas comisarías para evitar indiscreciones.
Todos sabíamos que para pagar o gestionar el impuesto revolucionario lo mejor era ir a hablar con el Párroco de S.Vicente.
Todos sabíamos que en las “Herrikos” se manejaba el cotarro de cócteles molotov, extorsion, y mucho más.
Todos mirábamos a otro lado, esquivábamos a “los contrarios”, callábamos, sabíamos y esperábamos que acabará pronto.

Patria no es un libro agradable, es más bien un reflejo de lo que hemos vivido. Es el reflejo de una época en que los políticos no iban a los funerales, las víctimas eran ninguneadas hasta por los ideológicamente próximos, los familiares de los asesinados, extorsionados o amenazados no tenían más opción que callar y sufrir en silencio, o marcharse.

Recuerdo las bombas a Iberdrola, que pararon cuando decidió patrocinar la trainera de S.Juan, a “la Tigresa” en el instituto cuando ya apuntaba maneras, asesinatos más y menos cercanos, y cuando no aparcábamos detrás de coches franceses “por si acaso los quemaban”, la época en que los pagos del llamado impuesto revolucionario eran deducibles en el impuesto de sociedades.
Afortunadamente es una época pasada, pero no conviene olvidar ni alterar el relato de los que obligaron a una sociedad a vivir bajo el terror mafioso. Por eso creo que “Patria” debería ser de obligada lectura. en Euskadi desde luego pero también en el resto de España.

Santiago Barba
Octubre 2016



domingo, 29 de abril de 2018

El viento y el león

Leído, oído o visto por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.
Bueno, esto es de una película, pero da igual, los guiones se escriben.




«Vos sois como el viento, yo soy como el león. Vos formáis la tempestad. La arena me pica en los ojos y la tierra abrasa. Rujo de furia, pero no me escucháis. Hay una gran diferencia entre nosotros. Yo, al igual que el león, debo permanecer en m i sitio, mientras que vos, como el viento, jamás sabréis cuál es el vuestro».

«¿Ve cómo extrae agua aquel hombre del pozo?, cuando un cubo se vacía, se llena otro.

«Con el mundo sucede lo mismo, en estos momentos, ustedes están repletos de poder, pero lo agitan y desperdician…, y el Islam está recogiendo las gotas que caen de vuestro cubo».

«La ignorancia es una colina empinada con rocas peligrosas abajo».

«El león toma grandes zancadas, pero los ejércitos de pigmeos toman el camino suavemente».

«Tener algo en la vida por lo que se estaría dispuesto a perder todo».




De El viento y el león (1975), de John Milius,
Con Sean Connery y Candice Bergen


domingo, 8 de abril de 2018

La Escuela del Cristo

A veces me sorprende la capacidad que tengo para recordar sucedidos personales de hace toda una vida, y sin embargo hay situaciones recientes a las que no sé ni cómo he llegado. Necesito unos minutos para recordar qué hago en ese lugar, a qué he ido o qué es lo que estoy buscando en algún armario. Supongo que son ligeros líos en los que nos mete la mente a cierta edad. Sesenta Mánuel, sesenta ya. Años, entendedme, no líos, que a estos no los tengo en consideración.
Viene esto a cuento por los recurrentes recuerdos que tengo sobre lo más lejano de mi pasado, algunos de los cuales dejé hace tiempo en estas Tardes de solano: crónicas escritas desde aquel doblao que nunca he abandonado, y que me acompaña a cada lugar que habito.
Los que hoy traigo se remontan tanto tanto, que hasta me cuesta trabajo creer que sean verdad; y sin embargo lo son. Como otros, están limpios en mi memoria, aunque éstos son fugaces, diminutos en el tiempo que ocupan, apenas un minuto, sólo unos renglones.
El primero es el primero de verdad, el que siempre he dicho que es el primer recuerdo de mi vida. En él veo nítidas sus caras: la de mi madre llevándome de la mano por la calle Ramón y Cajal abajo, cuando todavía no era de Los Baldosines, para pararnos delante de lo que ya era o luego fue una tienda de ropa, la de Bermejo Conde, y hablar con mi padre que estaba revistiendo con teselas de gresite uno de los pilares entre los dos escaparates que flanquean la entrada. Ese revestido permaneció durante lustros en la fachada, para memoria eterna de cuáles fueron mis primeros pasos.
El segundo seguramente no es el segundo, pero por ahí debe andar. Nuevamente acompañaba, y de su mano también, a mi madre. Pero esta vez venía con nosotros mi hermano, o éramos nosotros quienes íbamos con él, porque era él el protagonista del sucedido. Acababa de terminar su paso por el Colegio de la calle La Palma y mi madre pretendía que entrara en la Escuela El Cristo, a la que la gente conocía como la escuela de balde. Se ve que no debía de pagarse por asistir a ella, de ahí el apelativo; cosas de la enseñanza pública de entonces, si bien años después me enteré que sí, que algo se pagaba, poco, pero se pagaba.
Fue, es evidente, la primera vez que entré en aquel edificio, que me pareció enorme y espacioso, sin poder imaginar en aquel momento que, un montón de años después, cuando con ligera emoción lo paseé, disminuirían mágicamente sus dimensiones.
Unos minutos de conversación entre mi madre y uno de los maestros y el asunto de la enseñanza para mi hermano durante los próximos años quedó resuelto, «traiga al niño mañana».
Pocos años después yo también ingresé en aquella escuela. Curiosamente accedí de manera directa a la clase de mi hermano —un misma aula para distintas edades—, que impartía el que ya por entonces era un reconocido maestro y que con el paso de los años fue objeto de gran aprecio y consideración por parte de la comunidad.

Busco desde la comodidad de mi casa, hoy que la tecnología nos lo permite, documentación sobre aquella escuela que me ayude a completar este recuerdo, y para mi enojo apenas si consigo algunas líneas. Escribo en el buscador de internet Escuela El Cristo, y todo lo que me ofrece son datos, fotografías y demás, relativos a la nueva, a la actual que hoy se ubica, con el mismo nombre —ya no es escuela, que es CEIP, Centro de Estudios de Infantil y Primaria— en otro lugar del pueblo, casi a las afueras, en un edificio más nuevo y amplio.
La búsqueda ha dado dos resultados que entiendo como útiles aunque levemente distintos en lo que al origen de la escuela se refiere:

El primero lo encuentro en www.torresytapia.es, y se trata de la reseña —y de ahí la brevedad de los datos— de una conferencia de Agustín Jiménez Benítez-Cano (Villanueva de la Serena, 1946) en la que se dice que el germen de la Escuela de El Cristo está en 
«...las Escuelas de Cristo, que fueron instituciones de carácter religioso que nacieron a mediados del siglo XVII y que perseguían la perfección de cada individuo en el cumplimiento de las enseñanzas divinas, según su estado, con aprecio de lo divino y renuncia de lo temporal». 
En el texto se data la fundación de la Escuela de Cristo en Villanueva en 1699, precisando que el número de admitidos era reducido, no superando la cifra de setenta y dos, por lo que se ha de entender que los requisitos para optar a dicha admisión deberían ser bastante rigurosos. Fue muy importante la labor social que estas Escuelas de Cristo desarrollaron a lo largo de su historia, que en el caso de la Villanueva se concretó con la fundación de un hospital anejo.
El oratorio de la escuela, como todos los oratorios de aquella institución, estaba presidido por un Cristo 
«...que en Villanueva fue famoso por su factura: El Cristo de la Pobreza, y se reunían en esta población al son de la campana los jueves de cada semana»
Con el tiempo derivó de fundación religiosa a escuela de enseñanza.

El segundo resultado me llega desde platea.pntic,mec,es/jruiz2/ast98/art29.htm, y es un relato que firma Josefa Quirós Soto, profesora (¿?) de un Instituto de Don Benito, sobre la fundación y trayectoria histórica de la escuela El Cristo y que, como antes apunté, difiere con la que la nos da Agustín Jiménez Benítez-Cano. Coincide en la fecha, 1699, pero sin relacionar su creación con la expansión de las Escuelas de Cristo por España; incluso el nombre no lo vincula —ella habla de coincidencia— con aquellas escuelas sino con un Crucificado que presidía el oratorio de la casa palacio donde se habían instalado: «Por esta feliz coincidencia, el Colegio empezó a llamarse “la Santa Escuela del Cristo”».
Esta versión también habla de la fundación de un hospital anejo, y de la ingente labor social y pedagógica que a lo largo de los siglos vino desarrollando. 

No me atrevo a decir cuál de las dos versiones se ajusta más a la verdad; en el fondo son prácticamente parecidas. Añado lo que leo en www.semanasantavillanueva,es/cristo-de-la-pobreza/, que : 
«D. Pedro Fernández de Xexas adquirió una talla del Santísimo Cristo Crucificado, la cual fue entregada al imaginero sevillano Blas Hernández (sic)».
Llegó a Villanueva un 18 de marzo de 1610, por lo que se encontraría en el pueblo cuando la fundación de la Escuela de Cristo. Estuvo situada en el Palacio Prioral de San Benito para ser trasladada el 30 de julio de 1712 al oratorio de la escuela, y fue entonces cuando “se acuerda denominar a la talla bajo la advocación del Santísimo Cristo de la Pobreza”. Tiempo después, la imagen fue trasladada a la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción.

Ya en el siglo XX, desparecida la primitiva sede de la institución y el hospital, las actividades se redujeron al campo de la enseñanza. También despareció el Cristo que presidía el oratorio, a causa del violento capricho de unas ideas bárbaras y ciegas; resulta descorazonador leer en boj.pntic.mec.es/~mgutie9/ssanta/cpobreza.html, que el motivo de la desaparición del Cristo de la Pobreza original fue debido “a un incendio en la parroquia en 1936”, lo cual, técnicamente, es cierto, pero a la vez tan alejado de la objetividad como próximo a la infamia. Poco después, su ausencia fue reemplazada por otra talla soberbia, obra de Gabino Amaya, serena y dramática, que se venera en una de las capillas de la Iglesia de la Asunción. Es el Cristo de la Pobreza, cuya visión siempre me ha conmovido, a la vez que me lastimaba el olvido al que mi pueblo, durante algunos años, le sometía cada Jueves Santo mientras su cofradía hacía el recorrido procesional.



Sin darme cuenta me he desviado del tema; lo que empezó con aquel recuerdo infantil ha cambiado y me lleva a otro espacio, a otros momentos. Miro el calendario y al observar la proximidad de la Semana Santa, evoco aquellas soledades, representadas en los pocos penitentes que, en una única fila marchaban, delante de la imponente imagen, o en la de los seis porteadores de la elemental parihuela; y ¿qué decir de los escasos acompañantes a los que únicamente les debía mover una incontestable devoción?, —mi madre, que faltó a esa procesión en contadísimas ocasiones, decía que “habría que cambiar el nombre al Cristo, y llamarlo de la Tristeza”, y su razón tenía.
Efectivamente, me he alejado del asunto, la escuela, el maestro y, la verdad, no sé ahora cómo retomarlo. Mejor continúo en otra ocasión, que se me ha ido el cristo al cielo.


Sevilla, marzo 2018

domingo, 18 de marzo de 2018

La Flor del Norte



Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.

Leí este libro meses después de un viaje por Castilla y en el que recalé en Covarrubias donde, por supuesto, vi la tumba de Cristina de Noruega en la Colegiata.
Me movió a leerlo, precisamente, ese viaje; sin embargo, durante su lectura, no pude evitar recordar, casi constantemente, la reciente visita al monasterio de Santa Clara en Sevilla, donde se levanta la llamada torre de Don Fadrique, hermano de Alfonso X, colateral de la protagonista y personaje cargado de atractiva y polémica leyenda
.

 

«Qué sencillo les resulta a los sanos consolar a los enfermos».

«San Alfonso el Sabio, hijo de San Fernando de Castilla, primo de San Luis de Francia, pariente de Santa Isabel de Hungría. Una familia virtuosa, intachable».

«Eso fue entonces, ahora carece de importancia».

«Confiad señora, y recuperad fuerzas porque el cuerpo y la mente van unidas y no hay salud en una cabeza doliente».

«… y de la muestra de cordura que supone retirarse de una competición a tiempo, antes de que las fuerzas abandonen y la cabeza se obstine».

«No es propio de los grandes hombres el buen dominio de las pequeñas cosas».

«l pueblo se queja de tantas leyes, que poda antes de que hayan florecido (referido al rey Alfonso), para plantar otras en su lugar».

«Las resoluciones tomadas cuando no hay nada que perder, suelen ser las correctas».

«Era joven, creía, como todos los de su familia, que el tiempo para el amor era corto y para el matrimonio, eterno».

«Paciencia…—rumiaba él—, junto con la prudencia, la virtud de los cobardes».

«Murió el bisabuelo como mueren todos los hombres: en mitad de la vida, con tantas deudas por pagar, con tanto por arrepentirse».

«La guerra no se acaba hasta que uno muere».

«Cada vida obtiene su ración de gloria y deshonor, de goce y privaciones».

«… e incluso las casuchas de los pueblos, casi enterradas en las laderas de las montañas, renovaron sus puertas y postigos y pintaron con colores alegres las ventanas que daban al sur».

«Bien está que las cosas cambien, pero no todas han de cambiar. Y, desde luego, no tan rápido ni todas a la vez».

«Valladolid era una urbe inmensa, en la que habitaban veinticinco mil almas. Una ciudad monstruosa, llena de ruido, de gente, desbordada en su insensato tamaño».

«… Alfonso, que hablaba las lenguas peninsulares, más el provenzal, el árabe, el griego y el hebreo, que conocía de astrología y de leyes…».

«Nunca la vi hacer otra cosa salvo ceder, ni esbozó jamás un pensamiento propio».

«Sólo necesita consuelo aquel que padece una pena».

«Yo era más joven, y pensaba menos las cosas, y por eso era más feliz: luchaba si me lo pedían comía cuando era el momento y bebía siempre que podía».

«Vivimos tiempos de crisis, doña Cristina, el rey ha de dar ejemplo».

«Eso fue entonces. Qué más da ahora».

«Y es mi voluntad que lo gastes en lo que te plazca, mientras no sea en lo que más deseas».

«Se acerca mi fin, y necesito pensar con claridad, para que se abra entre las tinieblas un poco de luz y mi vida no haya sido en vano».

«Yo era más preciada que el oro, pero no que el trigo».

«Me llamaban la Flor del Norte, el regalo dorado, Luego fui, simplemente la extranjera, y, en los últimos meses, la pobre doña Cristina».

 

De La Flor del Norte, de Espido Freire

 

 

domingo, 18 de febrero de 2018

De cómo Cataluña se volvió rica y Galicia pobre.

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.



De cómo Cataluña se volvió rica y Galicia pobre.
Luis Ventoso,
10/02/2014



La memoria es corta. Tendemos a interpretar el pasado filtrándolo por el tamiz de lo que vemos en el tiempo presente. Si en una charla de cafetería preguntásemos cuál de estas dos regiones, Cataluña o Galicia, contaba con más población en el siglo XVIII, indudablemente la mayoría de los parroquianos nos dirían que Cataluña, pues hoy la comunidad mediterránea aventaja a la atlántica en 4,8 millones de habitantes. Sin embargo, lo cierto es que en 1787 Galicia tenía más población que Cataluña: 1,3 millones de gallegos frente a 802.000 catalanes. Los saludables datos demográficos del confín finisterrano eran además un síntoma de pujanza. En el siglo XVIII algunos pensadores ilustrados presentaban a Galicia ante otros pueblos de España como un ejemplo de sociedad bien articulada económicamente.

Bendecida por un clima templado y con generosos dones naturales, ya bien conocidos desde los romanos, buenos amigos de su oro y su godello, entre 1591 y 1752 se estima que Galicia duplicó su población. Su éxito se basaba en una agricultura autosuficiente, que recibió un empujón formidable con la perfecta y temprana aclimatación del maíz a los valles atlánticos. Pero había más. Una primaria industria popular, cuyo mejor ejemplo era el lino. Y también, claro, los recursos de las salazones de pescado, donde tanto ayudaron empresarios catalanes; la minería, las exportaciones ganaderas, el comercio de sus puertos… Todo ese edificio gallego, tan perfectamente ensamblado durante siglos y triunfal en el XVIII, entrará en crisis súbitamente en el XIX y se vendrá abajo. Fue un colapso de naturaleza maltusiana (Galicia se torna incapaz de atender las necesidades que genera su bum demográfico) y da lugar a un éxodo de magnitudes trágicas: desde finales del siglo XVIII hasta los años 70 del siglo pasado se calcula que un millón y medio de personas huyeron de la miseria de Galicia. Buenos Aires fue durante largo tiempo la segunda ciudad con más gallegos y ese gentilicio todavía es allí sinónimo de español.

¿Por qué se hunde Galicia en el siglo XIX? Porque decisiones políticas externas voltean su modo de vida tradicional. La apuesta por la industria del algodón mediterránea, que será protegida con reiterados aranceles por parte del Gobierno de España, arruina la mayor empresa de Galicia, la del lino. Los nuevos impuestos del Estado liberal, que sustituyen a los eclesiásticos, obligan al campesinado a pagar en líquido, en vez de en especie, y lo acogotan. Aislado del milagro del ferrocarril, el Noroeste languidece, lejano, ajeno a los nuevos focos fabriles, establecidos en Cataluña, con su monopolio de la industria del algodón, y en el País Vasco, cuya siderurgia pasa a ser también protegida como empresa de interés nacional.

Stendhal ante el proteccionismo
El declive de Galicia en el XIX coincide con el espectacular ascenso de Cataluña, debido al ingenio y laboriosidad de su empresariado y a su condición de puerta con Francia. Pero hubo algo más. En su Diario de un Turista, de 1839, Stendhal, el maestro de la novela realista, recoge con la perspicacia propia de su talento sus impresiones tras un viaje de Perpiñán a Barcelona: «Los catalanes quieren leyes justas –anota–, a excepción de la ley de aduana, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague cuatro francos la vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de Granada, de Málaga o de La Coruña no puede comprar paños de algodón ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara». Stendhal, que amén de escritor era también un ducho conocedor de la administración napoleónica, para la que había trabajado, capta al instante la anomalía: el arancel proteccionista, implantado por los gobiernos de España en atención a la perpetua queja –y excelente diplomacia– catalana, ha convertido al resto de España en un mercado cautivo del textil catalán, cuando es notorio que es más caro y peor que el inglés. Un premio colosal, pues no había entonces industria más importante que la del algodón, que será pronto matriz de otras, como la química. Esa descompensación primigenia, el arancel, reescribe toda la historia económica de España. A partir de esa discriminación positiva inicial, que le permite arrancar con ventaja frente a las otras comunidades, pues España era un páramo industrial, Cataluña va acumulando más y más espaldarazos por parte del Estado. Aunque también hay que ensalzar el ímpetu y la capacidad de la burguesía catalana.

Cataluña, siempre lo primero
La primera línea férrea de España es la Barcelona-Mataró, en 1848. Galicia contará con su primer tren en 1885, ¡37 años después! La primera empresa de producción y distribución de fluido eléctrico a los consumidores se creó en Barcelona, en 1881, se llamaba, y es significativo, Sociedad Española de Electricidad. La primera ciudad española con alumbrado eléctrico fue Gerona, en 1886. La teoría del agravio a Cataluña no se sostiene. De hecho, el resto de España todavía aportará algo más: mano de obra masiva y barata para atender a la única industria que existía, la catalana (salvo el oasis de Vizcaya).
En el siglo XX llegaran más ventajas competitivas para Cataluña. En 1943, Franco establece por decreto que solo Barcelona y Valencia podrán realizar ferias de muestras internacionales. Ese monopolio durará 36 años. Fue abolido en 1979 y solo entonces podrá crear Madrid su feria, la hoy triunfal Ifema. Catalanas son las primeras autopistas que se construyen en España (Galicia completó su conexión con la Meseta en el 2001 y la unión con Asturias se culminó hace dos semanas). La fábrica de Seat, la única marca de coches española, se lleva a Barcelona. Otro hito son los Juegos Olímpicos del 92, un plató de eco universal, conseguido, concebido y sufragado como proyecto de Estado (o acaso cree alguien que aquello se logró y se costeó solo por obra y gracia del Ayuntamiento de Barcelona y el gracejo de Maragall). En los años noventa se completará la entrega a empresas catalanas del sector estratégico de la energía, un opíparo negocio inscrito en un marco regulado. En 1994, el Gobierno de Felipe González vendió Enagás, monopolio de facto de la red de transporte de gas en España, a la gasera catalana, por un precio inferior en un 58% a su valor en libros. Repsol, nuestra única petrolera, también pasará a manos catalanas. Los modelos de financiación autonómica se harán siempre a petición y atención de Cataluña. También es privilegiada en las inversiones de Fomento y se le permite aprobar un estatuto anticonstitucional que establece algo tan insólito como que la instancia inferior, Cataluña, fije obligaciones de gasto a la superior, España. Todas las capitales catalanas están conectadas por AVE en la primera década del siglo XXI, mientras que la línea a Galicia todavía no tiene fecha cierta y los próceres de CiU presionan que no se construya.

Retroceso con la libertad
Cuando llegan las libertades económicas y se evaporan los aranceles y los monopolios, España logra crear, contra todo pronóstico, la mayor multinacional textil del planeta, Inditex. Resulta harto revelador que la compañía nazca en La Coruña, en el confín atlántico, y no en la comunidad que durante un siglo largo disfrutó del monopolio del algodón y el textil. Lo mismo sucede con las ferias de muestras de Barcelona y Madrid.
En realidad la libertad económica, unida al ensimismamiento nacionalista, sienta mal a Cataluña, acostumbrada a competir apoyada en la muleta del Estado intervencionista. Según la serie histórica de desarrollo regional de Julio Alcaide para BBVA, en 1930 la primera comunidad en PIB por habitante era el País Vasco y la segunda, Cataluña; Galicia se perdía en el puesto quince. En el año 2000 Baleares era la primera; Madrid, la segunda; Navarra, la tercera, Cataluña caía al cuarto lugar; y el País Vasco, al sexto; por su parte Galicia recortaba varios puestos.

Las sorpresas del siglo XXI
El corolario de esta historia es que hoy Galicia coloca sus bonos y presenta unas cuentas saneadas, mientras que Cataluña vuelve a estar sostenida por el Estado, pues su deuda padece la calificación de bono basura y se ha quedado fuera de mercado.
Galicia ha vadeado el sarampión nacionalista (Fraga fue un disperso presidente regional, pues su gobernanza era un atolondrado ir de aquí para allá sin proyectos claros, pero tuvo una idea genialoide: ocupó el espacio del nacionalismo, creando un galleguismo sentimental e intrusivo, pero imbricado en España).
Los gallegos saben que si un café vale 1,20 euros en Tui y 90 céntimos al otro lado del río, en Valença do Minho (Portugal) es porque formar parte de España reporta un mayor nivel de vida, y asumen que ese plus es lo que hace viable a Galicia.
Por el contrario Cataluña, desconcertada al verse obligada a competir en el mercado abierto, desangradas sus arcas por la entelequia identitaria, se deja embaucar por los cantos de sirena de la independencia, inculcada sin descanso por el aparato de poder nacionalista, con técnicas de propaganda de trazas goebbelianas.

España es una buena idea. La libertad, también. Y a veces, como ahora, libertad y España son sinónimos.

https://www.abc.es/espana/20140210/abci-como-cataluna-volvio-rica-201402100444.html