domingo, 28 de junio de 2020

El crack cero

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.

Creía imposible superar al pasado, sobre todo a la primera parte, lo cual no consigue, pero se queda muy muy cerca. Otra película de Garci para ser adorada.
Le dice Areta a Adela:
"yo... hay... hay muchas cosas que siento, pero no sé explicarlas, no me salen. Pero... eres lo más cercano a mí que conozco".
Como si pasara lo que pasase, jamás se alejaría de él.




El crack cero

Por
Manuel Valera
25 de mayo de 2020

“Se pone íntima la noche de mayo, con la ventana abierta y el silencio de la calle, que no es silencio, sino incitación a bajar por si hubiera algún bar abierto. No lo hay. En ese plan, el salón se queda a oscuras y solitario y la tele finge ser una pantalla de cine. Y le da por emitir El crack cero, de Garci.
Vuelve Germán Areta, ahora en blanco y negro y en el Madrid de mediados de los setenta. Vuelven el humo de los cigarros y la banda sonora que ya conocíamos, a la que se suma Cole Porter.
Otra vez comienza la presentación del personaje ofreciéndonos la imagen de un Areta duro, sereno pero capaz de lanzar buenos golpes y de tumbar a un tipo más alto y fornido que él. Un crack, vamos.
Es la historia previa a la historia, antes de los sucesos que ocurrieron en las dos primeras entregas. Areta está más joven; al detective todavía le queda esperanza de conocer el amor, de sonreír alguna mañana delante del espejo.
Pero El crack cero es una preparación, lo que llaman precuela, así que sabíamos que de aquí iba a salir un personaje machacado, golpeado, superviviente. Y para sobrevivir a algo, necesitamos una debacle, un terremoto, un hundimiento. Es la historia que nos cuenta Garci.
Está soberbio Carlos Santos, que hace un gran Areta. Sabe quedarse quieto, intimidar con la mirada y fumar como sólo se fuma en la novela negra. Únicamente echo en falta en su rostro la pena, eso que tan bien hace Alfredo Landa. Pero es que, claro, cuando a Landa le sube la pena a la cara, a sus ojos tristes, incluso lloran los dictadores y los ministros de Hacienda, valga la redundancia.
Miguel Ángel Muñoz construye un Moro impresionante, una copia de Miguel Rellán antes de Miguel Rellán. Ramón Langa es muy buen malo. Y me quedo también con la eficacia de Cayetana Guillén Cuervo, que es capaz de imprimir un carácter único en apenas unos minutos de intervención. Esa mujer está pidiendo un papelón de protagonista, me parece. Lo hace todo bien. Lo hace todo mejor.
Germán Areta, el bueno del Piojo. Un honesto en medio de la podredumbre. Un duro con corazón. Un justo en Sodoma. Su desesperanza es nuestra última baza.
No sé por qué acaba la película y siento este vacío. No sé si es por echar de menos al propio Landa, o a Bódalo, o a David Gistau, al que vemos disfrutando de su querido boxeo.
Dice Manuel Alcántara que el dry martini es un cuchillo diluido. Y eso es también El crack cero, que entra afilado, doliendo en cada plano de exteriores en que queda retratado aquel Madrid. Ojalá haya más partes. Ojalá Garci ruede la historia de César González-Ruano. Ojalá supiéramos amanecer".

sábado, 13 de junio de 2020

1977, julio o agosto

Por primera vez traigo a estas Instantáneas una fotografía en la que no apareces, Mánuel, cuando la pretensión siempre ha sido que tu presencia sería imprescindible, que para eso eres tú quien escribe y es sobre tu vida lo que escribes.
Pero hoy recurro a esta foto porque se trata del año que se trata, 1977, porque la foto está ahí, en el estante de la derecha, invariable, basta girar ligeramente la cabeza y verla. Es parte inalterable del decorado de mi vida. Su sola existencia merece que dedique no sólo una instantánea sino toda una tarde de solano para ella sola.
Dieciocho años tenía por entonces la muchacha y lucía así de bien.

Esta es una de las primeras fotografías que Mª del Carmen me hizo llegar. Una de esas primeras fotos que acostumbraban a intercambiar quienes comenzaban a ser amigos, o algo más que amigos.
De aquellas primeras fotografías, esta no fue a ningún álbum. Fabriqué un portarretrato en la carpintería de Lolín, que seguramente fabricó él, y en ese portarretrato ha permanecido desde entonces: lleva ahí cuarenta y tres años y sólo la he sacado para escanearla ahora y dejarla aquí. Me ha acompañado desde entonces y siempre ha estado en un lugar preferente: presidió mi habitación en mi piso de estudiante y después la zona de estudio que siempre he querido tener, y he tenido, en las dos casas en las que hemos vivido —en la segunda seguimos viviendo—.
En la fotografía, Mª del Carmen está en Torremolinos, de vacaciones con sus padres y seguramente con algunos de sus hermanos. Es verano, julio o agosto, por la tarde, a esa hora en que acostumbraban a arreglarse y pasear por el lugar, un refresco, café, merendar o lo que se terciara.
La calle la reconozco, y es que con el tiempo y a la vez que avanzaban nuestras relaciones y éstas se consolidaron, acostumbré a acompañarlos unos días, primero de novios y más tarde ya casados, al lugar adónde veraneaban, que siempre fue el mismo: Costa del Sol, Benalmádena, Arroyo de la Miel, punto.
Decía que la calle la reconozco, la pisé en varias ocasiones en aquellas salidas vespertinas. Edificios de apartamentos, hoteles, bares, restaurantes, tiendas y dificultades para aparcar. Siguiendo al fondo y a la izquierda se llega a la calle San Miguel, que la primera vez que la vi me llamó mucho la atención —la calle de los Baldosines de mi pueblo, pero más intensa—; muchísima gente, extranjeros de todos los colores y unos almacenes que se llamaban casi como yo: MANFERGA o algo así. Y casi al final de la calle, la torre que da nombre al lugar: la torre de los Molinos.
La fotografía la debió hacer uno de sus hermanos, supongo, y el resultado fue altamente satisfactorio. Ella está tal y como yo, de aquella época y desde la distancia, hoy la recuerdo: dulce, suave, como la voz que por entonces tenía, y que la sigue teniendo (pero es que ya me he acostumbrado a ella, a la voz quiero decir, y presto menos atención). La voz que tanto le gustaba a mi madre cuando la oía por teléfono preguntando por mí —«¿está Manuel Fernando?»—; y la sonrisa, la sonrisa para la foto, creo; y la mirada también. Para una foto perfecta, una foto que fue para mí una llamada, que lo dicen ahí su boca y sus ojos: ven, voy, espérame. Y también un juramento, que si voy me quedo, lo prometo. Fui y me quedé, y aquí estoy escribiendo todo aquello.
Y el gesto frágil de sus manos sosteniendo sutilmente la flor. ¿Qué, qué te parece?, una flor común, ya sé que esa flor está por todos sitios. Pero esa circunstancia ha hecho que a lo largo de mi vida haya sido un acto recurrente el recordar la foto cada vez que veo esas flores en cualquier lugar, invariablemente, siempre.
Y la medallita, que lleva colgada de su cuello y que ahí estuvo muchos años, al cabo del tiempo desapareció. No sé cuándo fue ni desde cuándo la echo de menos. He preguntado por ella, cuál ha sido su destino, dónde se halla, no he recibido respuesta. Ha debido perderla, lástima, porque ahora que la vuelves a mirar, Mánuel, te llega el agradabilísimo recuerdo de esa medalla como única prenda sobre su cuerpo, ¿verdad?