domingo, 27 de enero de 2019

1963, mayo

Estoy ante una fotografía que representa una estampa muy peculiar de la época: grupo de mujeres, señoras y señoritas, que acompañan a un sacerdote, seguramente a un acto religioso, en da lo mismo qué lugar.
Son los años sesenta y el catolicismo militante impera, sobre todo en el lado femenino de la sociedad: no hay más que ver la foto, en la que de las diecinueve personas que ahí aparecen sólo dos son del sexo masculino.

Me aventuro a situar la escena en Cáceres, parece que es el arco de la Estrella de la muralla, aunque el escalón en el que algunas señoras están sentadas hoy no existe, y por las ropas que visten, mangas cortas algunas de ellas, debemos estar en primavera. La fecha creo que también la sé, pero la descubriré más tarde.
De todo el grupo solamente reconozco a tres personas, a saber:

El sacerdote, es don Juan, al que siempre conocí como párroco de la iglesia de la Asunción de mi pueblo. Durante muchos años, y una vez hecha por mi parte la Primera Comunión, fue el cura con el que me confesaba antes o durante la misa dominical de diez, que era a la que asistía, casi siempre con mis padres y mi hermano. Mis confesiones, no me avergüenza revelarlo ahora, siempre fueron pueriles, pecadillos repetidos semana tras semana:

que no me hago caso de mi madre, que le echo mentirijillas, que me peleo con mi hermano, que digo palabras feas, que a veces no atiendo en misa.

Y es que me parece que por entonces un servidor no tenía muy claro el concepto de pecado, y si lo tenía, no alcanzaba a cometerlos. Cuando ya supe, o casi, en qué consistía pecar, y por lo tanto pecaba, dejé de confesarme. Y así hasta hoy.
De aquellas confesiones es innegable que aquel hombre guardó, como era su deber, secreto. Sin embargo no he olvidado la ocasión en que yendo por la calle de la mano de mi madre vimos venir de frente al sacerdote, nos paramos, se saludaron, y de la corta y cortés conversación que mantuvieron recuerdo con precisión unas palabras que vinieron a ser así:

por sus confesiones puedo asegurarte, Consuelo, que es un niño estupendo.

Tendría yo ocho o nueve añitos.

La señora de la izquierda, gafas oscuras y collar de perlas, como no podía ser menos, es mi tía Isidora, la de la instantánea anterior. A su lado estoy yo —la tercera persona que reconozco—, que si te fijas bien verás que llevo la misma ropa, valga la redundancia, de la instantánea anterior, cosas de las estrecheces del momento. Por lo que he de suponer que debe tratarse de fechas muy cercana entre ambas fotografías. También debe de ser primavera, del mismo año, tal vez mayo..
Mi tía, católica practicante, como en aquella época era debido, participaba de estas actividades eclesiales: viajes y excursiones, actos religiosos en lugares y fechas destacados para la Iglesia, Guadalupe, Fátima, etc., siempre acompañadas las participantes por un sacerdote y casi nunca por maridos. En ocasiones iba también mi madre y en otras, como en ésta, un servidor, que no sé qué acompañamiento podía hacer yo, pero que sin embargo iba, y ahí estoy entre tanta señora peripuesta, alguna más que otra, que miradas con detenimiento me dan un retrato de la mujer de los cincuenta y sesenta: guapas, menos guapas, jóvenes, mayores, distinción, tosquedad, posturas, decoro, pocas sonrisas. No reconozco a ninguna, seguramente mi tía, o mi madre, recordarían a casi todas, me darían datos de ellas y yo me interesaría por algunas. Así al pronto me llaman la atención tres:
La primera de pie, bolso colgando del brazo, y cabeza con pañuelo inclinada paralelamente a su pierna derecha; muy estudiada la pose, como buscando una atención eterna que, en mi caso, ha conseguido.
La siguiente, sentada, piernas juntas y ocultas totalmente por la falda; la cabeza también escorada, pero ésta en actitud de cariñosa espera.
Y la tercera tumbada, o casi, recatadísima también a pesar de la informalidad, gafas negras y un sombrero que se me antoja está fuera de aquel momento; y sin embargo ahí está la buena mujer, orgullosa, lejos de algunos prejuicios.

Pero mi tía no sólo era católica. Por razones de supervivencia, y un poco también por ideología, ella fue nacional-católica, con todo lo que ésto implicó. Terminada la Guerra Civil su familia quedó adscrita al bando ganador —al fin y al cabo su padre había muerto a manos, o a tiros, de los perdedores—, lo que les ayudó a mitigar el hambre, que era lo más importante en aquellas circunstancias, y eso estaba por encima de ideas e ideales. Los próceres locales les proporcionaron casa, comida, y a ella trabajo. De vez en cuando, según fechas a festejar por el Régimen, mi tía se desplazaba, más por devoción que por obligación, en viajes organizados a los lugares en los que se celebrara el acontecimiento. Y yo, como no, me dejaba llevar.
La acompañé en varias ocasiones, durante un período de mi vida que pudo ir entre los cinco y los nueve o diez años. Eran largos viajes en las lentas viajeras de Domínguez, que comenzaban a primera hora de la mañana, primerísima si el destino estaba lejos, sentado sobre mi tía —nunca tuve asiento propio en aquellos trayectos, supongo que por economía—, dormitando a ratos, o embelesado viendo pasar campos y pueblos, para volver a Villanueva bien entrada la madrugada.
Me viene ahora a la memoria una de aquellas viajeras que en el respaldo de cada uno de sus asientos tenía una fotografía de un paisaje o una vista de alguna ciudad: me fascinó ver una y otra vez, durante uno de esas excursiones, aquellas imágenes, soñando con poder verlas algún día al natural y, en el peor de los casos, que la misma viajera nos llevara la próxima vez y así repetir el sueño.
Y más vueltas a la memoria y los viajes, ahora una imagen y una anécdota.

La imagen:
día uno de mayo de mediados de los sesenta, estadio Santiago Bernabeú, uno de aquellos eventos que venían a llamar “Demostración sindical”, lleno hasta la bandera, y yo en medio de tantísima gente, casi cegado por la intensa luz, que nunca me había visto en algo igual, agarrado a la mano de mi tía, que si me soltaba, era seguro me perdería, himno nacional, la gente aplaude, se ponen de pie, ¡Franco, Franco, Franco!, pero yo no veía nada.

La anécdota:
día veinte de noviembre de mediados de los sesenta, explanada del Valle de los Caídos, otra vez de la mano de mi tía Isidora y en primera fila de uno de los dos numerosos grupos de personas que formaban un ancho pasillo por donde desfilarían las autoridades que han venido al acto con el que conmemoran la fecha de ese día. Pasa delante de nosotros el mismísimo Franco vestido de militar con un abrigo casi hasta los pies, rodeado de militares, detrás de él otras muchas personas, civiles y más militares; mi tía levanta la mano y la voz, y llama a uno de los integrantes del cortejo, don Adolfo, don Adolfo, un señor se sale de la comitiva, viene hacia nosotros y saluda a mi tía, hola Isidora, cuánto me alegro verte, ¿qué tal la familia?, era Adolfo Díaz Ambrona, por entonces Ministro de Agricultura.



 

domingo, 13 de enero de 2019

1963, abril

Esta fotografía tiene data exacta. Figura en el reverso escrita por mi padre, 7 de abril de 1963, que fue Domingo de Ramos; así como el evento que ese día se celebraba y al que, a la vista está, fuimos invitados. Se trataba de la boda de Guillermo y Carmen: él, primo hermano de mi madre, con los que tuve siempre una relación afectuosa pero superficial.

En la instantánea estoy — soy el primero de la izquierda y se me reconoce fácilmente—, cómo no, con mi hermano que se sitúa a la derecha de la foto. En medio de los dos y agarrada con ambas manos a nosotros está mi prima Ino. Detrás, cobijando/sujetando con sus manos a mi hermano y mi prima, ponerse derechitos, no os mováis, posa mi tía Isidora.
La tía Isidora, hermana mayor de mi madre...

Confieso que llevo largo rato mirando a la pantalla, con las manos sobre el teclado sin pulsar ninguna tecla, reprimiendo más de una lágrima ya incontenible. Y es que un fuerte pellizco me aprieta en el corazón al recordarla, pero no es por rememorar los tiempos que compartimos, sino por los otros, los anteriores, los que yo no viví, los que me contaron sin apenas rencor, con la naturalidad que dio la aceptación de los acontecimientos, y siempre con cierta contención que facilitaba ese apunte de sonrisa que muestra en la foto. Pero tampoco sin perderla, la sonrisa.

Decía que era la hermana mayor de mi madre, y del resto de sus hermanos, de los que incluso fue madre y también padre, pues a temprana edad hubo de sustituirles y ejercer como tales. Cosas de la guerra y la posguerra. Seguramente esa circunstancia le llevó a actuar toda la vida con una cierta prevalencia sobre sus hermanos, o sea mis tíos y mi madre, y de paso vivir una eterna soltería.
Hasta tal punto dominó sobre ellos que cada uno de los primogénitos —a excepción de mi hermano— se llaman como su padre y su madre, que tengo entendido que ella lo impuso. Como con mi hermano no pudo ser pues aquí imperó el criterio de mi padre, se hizo conmigo, a lo que mi madre, molesta por la imposición de la hermana mayor, e intentando suavizar el asunto, o mejor llevárselo hacia su terreno, me antepuso el Manuel, dejándome un nombre casi único, característico y redondo: Manuel Fernando. Gracias a ambas, fue un acierto.
Con nosotros fue algo más que tía, muchas veces la miré y la sentí como abuela, pero nunca se lo dije y mira, ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Estoy seguro de que le hubiera gustado, se habría puesto aún más ancha de lo que ya era, no hay más que verla ahí.
La niña del centro, ya lo he dicho, es mi prima Ino, Inocencia. Ella es hija del hermano mayor de mi madre, mi tío José, nacido después de la tía Isidora.
Aquí va a la moda del momento, como para que me vengan hablando de recato en los años sesenta: faldita corta, calcetines blancos que imagino de punto, ganchillo o crochet —las braguitas seguramente también—, y cintillo sujetando unos pelos que se resisten a estar sujetos; muchos años después ella sabría sujetarlos como es debido. Me gustaría saber por qué esa cara de ligero susto, tal vez por culpa del flash del fotógrafo, uno de aquellos flashes del tamaño de un plato de postre que casi nos echaban para atrás del fogonazo.
Y los mofletes rojos, que aunque la foto sea en blanco y negro, sé que están rojos, debía hacer algo de frío esa tarde. Seguramente sea así, pues todos vamos abrigados, tanto ella como mi hermano y yo vestíamos jerselitos; los nuestros, pongo la mano en el fuego, hechos por mi madre. No obstante se permitía la desnudez de nuestras piernas, pantalones cortos —el de mi hermano cortísimo— y calcetines blancos. Sin comentarios a esto último.
He de confesar que, si bien no hemos compartido, mi prima y yo, muchos momentos de nuestras vidas, sí hemos tenido siempre una relación de gran afecto, y la seguimos teniendo. De pequeños nos veíamos regularmente en reuniones familiares, eventos y matanzas, despertando en mí alguna sensibilidad impropia de aquella edad, lo cual jamás le comuniqué, por supuesto. La adolescencia se encargaría de rebajar aquel sentimiento, y es que por mi calle vivía quien califiqué como la niña más bonita del mundo, que comenzaba a ocupar mi inocente corazón, y a la que obviamente tampoco informé. Pero ésta es otra historia que ya anda por este blog, aunque si tengo que volver a ella, pues vuelvo.
Termino el relato y casi olvido situar la instantánea. ¿Reconoces el lugar?, efectivamente, es el acceso a la Iglesia Parroquial de la Asunción de mi pueblo, por su fachada sur, mucho antes de las transformaciones sufridas hasta su estado actual. La entrada está a la derecha de la foto, después de superar tres o cuatro escalones; el banco de granito a nuestra espalda ya no existe, la palmera no sé.

Nota responsable:
Es seguro que aparecerán más fotografías que me permitan reseñar circunstancias y sucedidos referidos a mi tía y mi prima, que las hay. Y que además me apetece mucho contármelas.