domingo, 21 de octubre de 2018

1960, mayo

 1960, mayo

En el viejo álbum en el que esta fotografía está pegada, y a su pie, figura la fecha de 31 de mayo de 1960.
Foto familiar más típica es imposible de encontrar: por los integrantes, que son una familia, en este caso la mía; por la composición, padres a los lados e hijos en el centro, como protegiendo los primeros a los segundos; por la pose, la actitud de cada uno, serios, muy formales; y por el lugar donde se hace la foto, el estudio de un fotógrafo. Parece una foto de aquellas que se hacían las familias numerosas para insertar en el documento que las acreditaba como tales, pero no lo es, que mi familia nunca pasó de dos hijos, así que jamás pudimos optar a los beneficios que aquella condición comportaban.
Me remito a las dos instantáneas anteriores y reclamo para ésta, también, la autoría de Francisco “el Sacristán”. Pero qué lejos de la verdad estoy, cuál no será mi sorpresa que, al mirar en el reverso veo, en una esquina y muy tenue, un sello ovalado que contiene el nombre del fotógrafo y su domicilio: Álvaro Uclés, Don Benito. Menudo chasco: ¿hasta Don Benito fuimos a hacernos el retrato?, ¿o Uclés tenía abierto estudio en Villanueva?
La de la izquierda, es mi madre, Consuelo. Había nacido en Villanueva en octubre de 1924, y ahí tenía treinta y cinco años. Está exactamente igual a como permanece en aquellos primeros recuerdos que de ella siempre he tenido y que aún mantengo, y que por ahí andan escritos. Ya le comenzaban a la mujer, a redondearse las formas que una vez fueron bastante más gráciles, a curvarse las facciones, a exteriorizar los cambios que su segundo embarazo le debió producir. Porque uno mira fotos, con sólo mi hermano en el mundo, y ella mostraba aún las hechuras ligeras que lucía en otras fotos de un pasado anterior —así que debes asumir, chaval, que contigo llegó su cambio—. Otros rasgos son iguales a los que de siempre y para siempre tuvo: tez morena, pelo rizado muy poblado, mirada abierta y, muy a su pesar, sobria en sus arreglos y aderezos. Lleva un abrigo negro; creo que nunca la vi con otro color en esa prenda. En el resto de su ropa prevalecieron siempre tonos oscuros, como si de un luto eterno se tratara, una forma de ver la vida, un rescoldo que nunca se apagó.
A la derecha mi padre, Arturo, también nacido en nuestro pueblo, en enero de 1926 por lo que, curiosamente era menor que mi madre —circunstancia que siempre me llamó la atención, pues tuve la creencia, al creer que así todo el mundo lo debía creer, que el marido tenía que ser mayor que la esposa—. Al igual que ella, llegó a la madurez con una configuración de su cuerpo menuda, o sea que era un tipo delgado. Pero a diferencia de mi madre, la mantuvo toda su vida, siempre sería enjuto pero sin llegar a la escualidez. Y fue así, no porque fuera parco en el comer, sino porque nunca rehusó el movimiento, no fue la pereza pecado de su incumbencia. Porta un traje que supongo era el único que tenía —después no tuvo muchos más— y que, a tenor de lo poco que los usaba, debió durarle media vida. La corbata, juro que esa corbata se la he conocido; también debió de ser la única que entonces tuviera. En un proceso inverso a lo natural y pasados muchos años, heredó de un servidor más de una corbata. Y otras prendas también.
Junto a mi madre está mi hermano, delgadito, cara alargada —quién le ve y quien le verá algún tiempo después—, formal, prestando atención a las indicaciones del fotógrafo, las cuales con toda seguridad, seguirá a rajatabla. Las orejillas despuntando y la mirada claramente interesada, tratando de interesar. Viste, como no podía ser de otra manera, igual que yo; fácil recurso doméstico, económico y estético, eternamente utilizado en familias con hijos de edades cercanas. Si me aprieto un poco la memoria diría que esos pantaloncitos negros son de pana, pero de la que no tiene canutillos.
Y casi en el centro del conjunto y a un nivel inferior, un servidor, con algo más de dos añitos, pero a pesar de ello aún necesito que me aseguren: los dedos de la mano de mi padre con la que me sujeta, asoman tras mi brazo; y mi madre, ligeramente, me agarra la mano en un gesto de maternal protección. Yo, como los demás, miro a la cámara, que seguramente así lo había indicado el Sr. Uclés. Pero lo hago serio, aunque más que serio, parezco inexpresivo —al menos la boquita ya la cierro y no se cae el labio inferior—, ni un atisbo de sonrisa. Una moneda de dos euros por conocer el pensamiento de ese momento.
No me resigno a terminar sin insinuar la falta de precisión que tuvo mi madre en lo que a nuestros peinados, de mi hermano y mío, me refiero: corte del flequillo con pronunciada caída hacia uno de los lados, de lo que evidentemente no se percató y así nos dejó para la posteridad.

Nota final:
Dejo aquí el dato de que ella fue quien, en muchas ocasiones, nos cortó el pelo, alternándolo con el Sr. Gregorio —supongo que para igualar errores—. A mi padre se lo cortó ella toda la vida.

domingo, 7 de octubre de 2018

Natalia Ferraccioli

 

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.


EL RUIDO DE LA CALLE

NATALIA FERRACCIOLI

RAÚL DEL POZO, 17 SEP. 2018

 
/ULISES CULEBRO

Algunos lectores se han interesado por el motivo de mi ausencia en esta página. Con profunda melancolía les informo, ayudándome con el título de Faulkner: he estado al pie de la cama donde agonizaba Natalia, con la que llevaba 48 años casado. Murió a las seis de la mañana del 11 de septiembre en la habitación 309 de la clínica San Camilo. A ella le debo gran parte de lo que soy y lo poco que tengo. Durante cuatro años Natalia ha sido sometida a esa tortura medieval que la diálisis donde magníficos médicos la mantuvieron con vida y en los últimos días lucharon en la UCI. Dice el poeta que como un naufragio hacia dentro nos morimos, pero ella se fue con la elegancia con la que se comportó durante toda su vida. Sus últimas palabras fueron para preguntarme si había dado de comer a nuestra perrita Dana; luego, sonriendo y mirando mi ropa, como una dama romana a un celtíbero dijo: “Vas muy bien conjuntado”. Por último habló en italiano.

En los últimos siete años ha sido atacada por la cruel venganza del tiempo: cáncer de estómago, de mama y fallo renal. Hemos veraneado juntos a la sombra de nuestro granado y hemos visto cómo la enfermedad aniquilaba su belleza y deformaba su esqueleto. Su destrucción me recuerda a la de Isabel de Portugal, pintada por Tiziano que tanto asombró al duque de Gandía que, al verla muerta y desfigurada, con sus bellas formas borradas, ingresó en la Compañía de Jesús. La emperatriz se extinguió, no su bravura. Ordenó apagar los candelabros para que no vieran su cara deformada y cuando le recomendaron que gritara, contestó: “Me morir´, pero no gritaré”.

Alguien dijo que la ciencia no alarga la vida sino, sino la vejez y que prolongar la agonía es multiplicar la muerte, pero Natalia ha soportado con dulzura los últimos instantes y ha muerto una sola vez como los valientes. Estuve viendo cómo iba perdiendo la respiración y la conciencia y cómo se extinguía su bella luz, Los médicos que la han atendido —Ramón Delgado, Antonio Gómez Moreno y otros—, la han calificado de “enferma diez”. Se negó a salir de la sesión de diálisis en silla de ruedas, a que bajáramos la cama de su habitación a la planta baja cuando apenas podía andar. Disimulaba su dolor para no hacernos sufrir. Era una gran dama. Que nadie diga que los italianos fueron corriendo hasta Guadalajara. No he visto un ser tan valiente como Natalia Ferraccioli. Permaneció serena aunque oía, como Adrie, la mujer de Mientras agonizo, clavar y aserrar su caja.