domingo, 2 de agosto de 2015

Dos días de enero

El día que murió mi abuelo Arturo, Villanueva amaneció vestida de blanco. Había estado nevando durante la madrugada y suavemente siguió haciéndolo a lo largo de las primeras horas de la mañana.
Arturo Gallego Gallardo, 1968

Mi madre, mi hermano y yo acompañamos a mi padre al entierro de Luis Mera, un obrero de la familia que murió tras un accidente laboral el día anterior. Yo no había visto nevar nunca, y por ser la primera vez, se me quedó grabada la instantánea de ligeros copos de nieve cayendo sobre el ataúd de aquel muchacho. A la salida de la iglesia nos enteramos que mi abuelo se encontraba mal. Terminado el entierro fuimos a su casa a verle, nosotros y el resto de la familia, y efectivamente así era. El médico achacó el malestar a los malos momentos que estaba viviendo: la muerte de Luis Mera, operario suyo (como él llamaba a sus obreros), hijo de otro que también lo había sido de toda la vida, le estaba afectando mucho. Pero todo tenía el aspecto de una indisposición que se esperaba remitiera en el día, por lo que decidimos marcharnos.
El resto de la mañana lo pasamos en el Badén, fuimos a ver el río y el campo nevados. Nunca el secarral de piedras y eucaliptos que siempre ha sido aquello, fue tan bello. Mi hermano y yo jugamos largo rato con la nieve y mis padres parecieron relajarse después de la tensión de la mañana.
Al anochecer volvimos a casa del abuelo, al igual que el resto de la familia. Parecía que había empeorado. Mi tío Manolo le acompañaba junto a la cama, formando una imagen que nadie pudo ni supo interpretar (situación cruel que se repetiría un año después). Alguien (¿mi madre?) nos acompañó a nosotros dos a casa, ya se hacía tarde y nos acostamos.

Fue mi madre, a la mañana siguiente, quien nos despertó y nos dijo que había muerto. Hasta la hora del entierro permanecimos todos los primos juntos en casa de uno de ellos. Allí jugamos, algo ajenos a lo que había sucedido, y alguien nos dio de comer.
Por la tarde nos fuimos a casa del abuelo; algunos subieron a la vivienda, pero yo me quedé abajo, en el almacén. No me atreví a subir para evitar la ocasión de verle muerto, pensé que lo mejor era quedarme con su voluminosa humanidad dormitando sobre el mimbre del sillón y la ceniza del Celtas manchando el eterno chaleco gris. Decidí que esa sería la fotografía con la que me quedaría para siempre, esperando ya eternamente a ver rotos sus prolongados silencios con alguna mesurada frase. Así que me quedé abajo, esperando a que, por la escalera que había atrás, bajaran el ataúd y lo depositaran en medio del almacén, cerca de su despacho, que permanecía en penumbra; de reojo miré hacia el interior y sólo pude observar su sillón vacío ante decenas de fotografías apretadas bajo el cristal de la mesa.
Cuando ya estaba abajo, abrieron el portalón de la calle de par en par y vi llegar gente que se paraba en las inmediaciones. El almacén también se llenaba de gente, casi todos familiares, amigos y sus operarios. Cuando el coche fúnebre maniobraba para aparcar, oí ordenar a alguien: “el coche que se vaya para adelante, al Señor Arturo lo llevamos nosotros”. Seis hombres cogieron a mi abuelo y emprendieron el camino hacia la iglesia de San Francisco; al poco otro seis, y luego otros seis, y así fueron relevándose varias veces. Entonces no lo entendí, pero sí sentía que aquel gesto, expresión de un profundo respeto, provocaba la primera gran emoción de mi vida.
Fui caminando detrás de ellos, a mi derecha iba mi padre, triste y grave como nunca le he vuelto a ver. A mi izquierda lloraba mi primo Arturo el mayor, nos miramos y me echó su brazo por el hombro. Al doblar el cruce Fajardo se podía observar aún más gente en la calle San Francisco, gente que permanecía en silencio al paso nuestro. Gente que llenó la iglesia y muchos más que se quedaron fuera. Durante todo aquel tiempo me pregunté varias veces por qué parecía que el pueblo entero estaba allí si a un entierro nunca iban tantas personas, o al menos yo nunca había visto tantas.

Tuvieron que pasar algunos años para darme cuenta que aquella gente no sólo había ido a despedir a Arturo Gallego Gallardo, también se despedían de un poquito de ellos mismos, de su propia y cotidiana historia; porque dentro de aquel ataúd también iban las calles, las casas, la sabiduría aprendida, la honestidad sin límites, la virtud heredada sólo por los elegidos, el conocimiento que regala el maestro: todo lo que el penúltimo artesano de mi estirpe les legaba y que quedaba resumido en un trabajo limpio, eterno y bien hecho, en una cornisa, en el vuelo de un balcón o en la mejor de las esquinas.
La última imagen que me dejó aquel día es la de mi padre montando en el coche fúnebre para ir al cementerio a enterrar al abuelo. Rápidamente repasé todo lo sucedido en las últimas horas, y cuando dejé de ver el coche, violentamente sentí que comenzaba a hacerme mayor, que se iniciaba el camino hacia lo que hoy soy, que se despertaban en mí sentidos que desconocía, que ya sería capaz de plantearme dudas que antes nunca imaginé y, lo más importante, sería paciente ante las respuestas.

Hoy, treinta años después, mientras orgulloso y con nostalgia escribo este texto, llego a la conclusión de que, definitivamente, esos dos días de enero fueron, de verdad, extraordinarios: había nevado en Villanueva y después, toda su buena gente, salía en silencio a la calle para decir adiós a uno de sus mejores hombres.


En Sevilla, Diciembre-2000