domingo, 22 de febrero de 2015

Memoria de mis putas tristes

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.
No es, para mi gusto, lo mejor del autor, ni siquiera está entre los buenos. Mientras lo leía pensaba en la edad del escritor y las posibles incapacidades que le debían de dominar.

 

«El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco cona adolescente virgen».

«Nunca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida».

«Por esa época oí decir que el primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre».

«Desde allí vi la enorme luna de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me hizo temer por mi destino, pero pasó de largo».

«La luna llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en aguas verdes».

«Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor».

«Hoy sé que tuve razón, y por qué. Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como lo soñaron, y descubrieron la nostalgia».

«A quien me lo pregunta le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron tiempo para ser casado».

«Me estrechó la mano y se despidió con una frase que lo mismo podía ser un buen consejo que una amenaza:

—Cuídese mucho».

«La había sentido tan cerca en la noche que percibía el rumor de su aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi almohada».

«… tomé conciencia de que la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados».

«Le salí al paso: el sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor».

«Si algo detesto en este mundo son las fiestas obligatorias en que la gente llora por1que está alegre, los fuegos de artificio, los villancicos lelos, las guirnaldas de papel crespón que nada tienen que ver con un niño que nació hace dos mil años en una caballeriza indigente».

«Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética».

«Cuando salí de ahí, el único sentimiento que me quedaba en la vida eran las ganas de llorar».

«… empecé a medir la vida no por años sino por décadas. La de los cincuenta había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo el mundo era menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa por la sospecha de que ya no me quedaba tiempo para equivocarme. La de los setenta fue temible por una cierta posibilidad de que fuera la última. No obstante, cuando desperté vivo la primera mañana de mis noventa años en la cama feliz…».


De Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez.


domingo, 8 de febrero de 2015

El ferrobús

Hace unos días tuve que desplazarme desde mi ciudad a otra y, por razones que no vienen al caso, vi oportuno hacerlo en tren. Hacía mucho tiempo que no utilizaba este transporte, unos treinta años, allá por mi primera juventud; aunque a lo largo de estos últimos lo haya usado esporádicamente, pero ya en el bueno, en el AVE.
Ha sido éste último un viaje corto, apenas una hora y cuarto, ida y vuelta en el día. Pero con la suficiente intensidad como para haber estado ocupado  todo el tiempo: lectura de algunas páginas de una novela, contemplación tranquila del paisaje, pensamientos varios y ni una cabezada. Lo dicho, el tiempo muy bien aprovechado. Y de los pensamientos varios que hubo, destacó sobre todos ellos el que me llevó hasta finales de los setenta para volver a montarme en un ferrobús.
Acabo de leer algo sobre este tren, actualmente hay medios que te acercan todo y te lo acerca muy rápido, y me entero que existió en prácticamente todo el mundo, que los primeros se fabricaron durante la Primera Guerra Mundial y que su uso, con muy pocos avances técnicos, pervivió hasta la década de los ochenta. A España llegaron un par de años antes de que yo naciera, y RENFE los llamó Serie 591. Menos mal que ese nombre no se popularizó, porque entonces este artículo carecería de romanticismo, si es que llega a tenerlo. Casi desde el principio se le conoció con el nombre de ferrobús ya que compartía muchos aspectos técnicos y sobre todo estéticos, con los más conocidos autobuses.
Esto era un ferrobús.

Normalmente estaban formados por dos unidades simétricas (a veces también incluían otro vagón central), cajones de aluminio con ventanas sobre cuatro rueda de hierro empujadas por un motor diésel y en uno de sus extremos, la cabina para el conductor, que no era tal porque no estaba separada de los viajeros; o sea, que disponía el maquinista de un reducido espacio para realizar su trabajo, abierto al resto del coche, y por lo tanto los viajeros le veíamos a él y también el paisaje que se nos venía por delante. Pero si el buen hombre necesitaba privacidad para realizar su labor, porque en ese momento se pusiera nervioso a causa de algún apuro que estuviera pasando, echaba una cortinilla y nos privaba, si íbamos en los primeros asientos, de contemplar cómo el tren se comía las vías y cómo se resolvía y en qué quedaba el aprieto del muchacho.
Desde ahí se conducía el tren, a la izquierda el asiento del "revisor", un extintor por si acaso, y a la derecha la puerta de entrada de los viajeros.

El ferrobús: el ferrobús era un tren destinado a cortas distancias, a pararse en todas las estaciones, en todos los pueblos; creo que paraba hasta en lugares que no tenían estación. Sí, una vez lo hizo, cerca de Cazalla de la Sierra y ya de noche; hubo que esperar a que llegara otro y lo remolcara. Pero su uso se extendió a otras distancias mayores, seguramente promovido por una necesidad política de cubrir todas las capas sociales y económicas. También estaba el TER, pero ese era más caro y más rápido, y mucho más cómodo, pero yo nunca lo "cogí".
Me serví de él en numerosas ocasiones, pero sobre todo para desplazarme entre Villanueva y Sevilla durante mi primer año de carrera. Venía al pueblo con relativa frecuencia, más para cumplir con los pecados veniales de la carne (ni la época ni los actores dábamos para más) que a otra cosa; ni siquiera para llenar la fiambrera, que aún estaban por inventar los tapergüers y sus abusos. En mi maleta poca ropa, un puñado de folios por estudiar y algún libro que no se abría durante el fin de semana; casi siempre un juego de sábanas sucio, que esas telas nunca fui capaz de lavar a mano. A veces ni eso, sólo cuatro cosas en la vieja bolsa roja de coca-cola que la multinacional me regaló en premio a mi buen hacer en un concurso de redacción.
Como esta era mi bolsa, la historia la cuento otro día.

La vuelta, el domingo por la tarde muy temprano, casi recién comido. Primero, autobús de AutoRes hasta Mérida, o seguramente también en ferrobús; luego, un tiempo de espera que se iba en el corto trayecto a pié entre las dos estaciones, la de autobuses y la del tren; una bolsa de pipas para el camino y arriba, al ferrobús. Me quedaban, en el mejor de los casos, cuatro horas de viaje y un constante traqueteo, un rápido ir de lado a lado, un “penduleo”  inacabable, un temor a que todo ello se desencajara en cualquier momento, en una brusca frenada, en medio de una curva oscura, en alguna estación sin nombre. Porque ese tren se movía, me parece, incluso estando parado; sí, parado te transmitía una extraña vibración que, si te cogía dormido al detenerse en alguna estación y estando con la cabeza apoyada en el cristal, despertabas rápidamente por el constante golpeteo cabeza-cristal.
Era incomodísimo: una doble fila de bancos forrados de escai (¿cómo se escribe correctamente escai?) con respaldo casi vertical del mismo material; este respaldo tenía la particularidad de poderse abatir, con lo que el asiento se transformaba y el pasajero podía optar por viajar de cara al sentido de avance del tren o de espaldas. En esas condiciones sólo te quedaba la elección de ver pasar el mundo por la ventanilla mientras era de día, y más tarde, ya de noche, dejar fija la mirada en cualquier punto, menos en una revista o un libro, porque leer era de todo punto imposible entre el movimiento y la escasa luz artificial.
Si coincidías con algún conocido, el viaje podía ser más ameno, algo de conversación y el tiempo se acortaba; pero si ibas solo, el aburrimiento era total y el tiempo se alargaba, se alargaba y se alargaba. Si hacía calor, pues a bajar el cristal de la ventanilla y a tragar el aire caliente del Sur; y si hacía frío, bueno, si hacía frío y estábamos de suerte, pues seguías pasando frío en el mejor de los casos; pero como funcionara la calefacción, entonces  el calor volvía a ser de verano y había que abrir una rendija a la ventanilla. Nunca hubo un término medio.
El ferrobús por dentro, a la izquierda el aseo para casos de necesidad.

En esas condiciones, diecinueve estaciones entre las dos ciudades: Calamonte,  Almendralejo, Villafranca, Los Santos y una parada algo más prolongada en Zafra; después Llerena, Fuente del Arco y cruzar Sierra Morena: Guadalcanal, Alanís, Cazalla, Constantina, El Pedroso y Villanueva del Río; unas cuantas más y Sevilla. Qué pesadez de viaje.

Sin embargo, qué corto y qué cómodo se me ha hecho el que realicé hace unos días. En aquella juventud nunca se me hubiera ocurrido (no soy Julio Verne) que algún día, en un tren también considerado de cortas y medias distancias, reposaría mis pies en unos apoyos regulables, un monitor me indicaría la próxima parada y las que me quedan y en algunos momentos hasta me mostraría la velocidad a la que voy viajando; que podría fijar mi vista en un libro y leerlo sin fatiga. Y que no sería menester abrir ventanillas porque la temperatura interior iba a ser constante e idónea. Incluso no me hubiera importado que el viaje durara más.